La inflación económica ha dejado de ser –al menos por ahora– un problema para el país. Pero la inflación de nuestro Estado, que se refleja en el aumento de instituciones, no de precios, se ha convertido en un desafío de enorme magnitud y nefastas consecuencias. La proliferación, complejidad, dispersión, limitada rectoría y débil coordinación en los entes públicos entraba la función del Estado, reduce la gobernabilidad, duplica funciones, incrementa el gasto, cercena la competitividad, entraba las regulaciones, estimula la corrupción y fomenta las ineficiencias públicas y privadas. Como resultado, vulnera severamente el bienestar general.
Un reciente informe del centro de pensamiento no gubernamental Academia de Centroamérica, del cual dimos cuenta en nuestra edición del lunes 13, documenta con rigor el abultamiento y dispersión de nuestro aparato público. En 1950, por ejemplo, el Estado estaba compuesto por 98 instituciones; en el 2015, según datos del Ministerio de Planificación y Política Económica (Mideplán) llegaban a 332. El número sigue en aumento, aunque la tendencia de crecimiento se ha reducido: entre 1991 y el 2000 se establecieron 68 dependencias públicas; en la década siguiente, 34, y en lo que llevamos desde el 2011, siete. Pero ninguna de las existentes ha sido cerrada o transformada a fondo.
Si hiciéramos un corte transversal en nuestro Estado, veríamos algo similar a las gráficas geológicas: una serie de estructuras institucionales superpuestas y algunas virtualmente fosilizadas. Su diversidad jurídica, además, es impresionante. Entre los 332 entes hay poderes de la República, ministerios, entidades autónomas, órganos adscritos a todos los anteriores, instituciones semiautónomas, empresas públicas estatales y no estatales, municipalidades, consejos de distrito y entes administradores de fondos públicos. Más de 60% de este archipiélago escapa al control presupuestario legislativo, y sus sistemas de empleo y remuneraciones varían entre sí.
Entre las razones que aporta el estudio de la Academia de Centroamérica para explicar esta tendencia, solo una es totalmente legítima y casi inevitable: que el Estado atienda nuevas necesidades y requerimientos de la población para los que no estaba preparado institucionalmente. Sin embargo, también se han creado estructuras para suplir las deficiencias de otras existentes y dedicadas a lo mismo, en lugar de mejorar o eliminar estas últimas; para eludir controles presupuestarios y acumular superávits al margen de la llamada “caja única”; para conceder beneficios clientelistas o corporativos a ciertos grupos o gremios; y para evitar controles administrativos.
Tal como expresó la excontralora Rocío Aguilar, la mayoría de las decisiones que han conducido a esta inflación no responden “a reformas de carácter estructural y bien conceptualizadas”; al contrario, “tratamos de resolver cosas de carácter puntual”. Esto se ha hecho de forma casuística, sin visión global y, a menudo, sin tomar en cuenta los recursos necesarios para que las nuevas estructuras operen.
Dar cierta unidad, coherencia y seguimiento al diseño y, sobre todo, ejecución de políticas públicas en medio de esta dispersión, se vuelve en extremo difícil; a veces, imposible. Las rectorías, los consejos coordinadores o las unidades ejecutoras han tratado de introducir cierto orden en el caos, pero sus resultados dejan mucho que desear. Además, los incentivos que las leyes y los procedimientos ofrecen a los administradores a menudo son perversos: premiar la antigüedad, no la competencia; reducir a su mínima expresión la flexibilidad laboral; favorecer la complacencia sobre la iniciativa; y focalizarse en los procesos más que en los resultados.
Debemos reconocer, con pesar, que estamos atrapados en una maraña. El proyecto de ley recientemente aprobado en primer debate, para que el Gobierno Central pueda utilizar el dinero no ejecutado y “estacionado” por múltiples instituciones, es un paso en el sentido correcto. También lo serán las reformas, aunque por ahora insuficientes, al empleo público. Pero no basta con esto. Se requieren iniciativas más amplias de cambio, como, por ejemplo, las presentadas recientemente por el diputado Ottón Solís. Además, los diputados deben ser sumamente cuidadosos antes de crear una nueva institución y analizar cada año con rigor la razón de ser y el desempeño de las existentes, como parte de su deber de control del gasto. Nada de esto será fácil, pero la alternativa es hundirnos cada vez más en el marasmo institucional y, con ello, limitar nuestro gran potencial de desarrollo.