La protesta organizada ayer por un grupo de sindicatos y organizaciones civiles cuenta entre sus particularidades la pluralidad de causas invocadas, la ausencia de objetivos bien definidos y el aprovechamiento de una suma de malestares. Por eso no puede ser medida o entendida con los parámetros usuales.
No se trata de un pliego de peticiones elaborado por determinado gremio para mejorar sus condiciones en empleo. No es posible, entonces, revisar las concesiones hechas por las autoridades o el rechazo de las exigencias gremiales para aquilatar el resultado.
Para potenciar la convocatoria, los organizadores invocaron una suma de enojos, pero la respuesta mayoritaria provino de los grupos habitualmente propensos a manifestarse en las calles. Estudiantes y sindicalistas aportaron el grueso de los participantes, pero un número considerable de ciudadanos independientes se sumaron a las marchas.
La convocatoria se hizo en 27 puntos de la geografía nacional, en ninguno fue particularmente notable el número de manifestantes y es difícil estimar la suma de todos. En este aspecto, el movimiento también es difícil de aquilatar.
El gobierno dijo no saber por qué se hizo la protesta. Los manifestantes tampoco parecen tenerlo claro, fuera del deseo de hacer sentir una disconformidad general, planteada también en términos generales. Unos asistieron motivados por la idea de erradicar la práctica de la concesión de obra pública, otros para defender los derechos de la comunidad homosexual, algunos expresaron enojo por la corrupción administrativa, los educadores protestaron por el recargo de labores y los sindicalistas por la reforma del Código Procesal Laboral que, a su juicio, limita el derecho a la huelga.
Está por verse el grado de adhesión de los diversos grupos a la totalidad de la agenda. Si bien la coherencia del programa y su correspondencia con los intereses de cada sector involucrado están en duda, la protesta plantea un problema inédito al gobierno. En otras oportunidades se ha visto la coincidencia de diversos sectores en un movimiento de protesta común, pero siempre con objetivos discernibles para cada grupo participante.
En esas oportunidades, la claridad de las agendas particulares permitió al gobierno individualizar a los interlocutores, negociar las demandas y conseguir acuerdos. Así ocurrió durante los disturbios surgidos a raíz del llamado “combo del ICE”. En esta oportunidad, el desconcierto del Poder Ejecutivo es hasta cierto punto comprensible. La desazón manifestada ayer es general. Tiene más de sentimiento que de búsqueda de reivindicaciones concretas.
Esa característica implica riesgos para los dos bandos. El gobierno no puede permanecer indiferente, sin asumir el peligro de que la suma de quejas cuaje en un movimiento más articulado. Existen, desde luego, sectores políticos a la expectativa de una oportunidad para capitalizar la protesta y dotarla de columna vertebral.
Para los organizadores, existe la posibilidad de repetir la historia de los “indignados” españoles, cuya falta de articulación convirtió las protestas en flor de un día, sin expresión política concreta ni futuro discernible. Los activistas de los derechos de las minorías pueden ser convocados a protestar por la lenta y deficiente respuesta a sus reclamos, pero ¿cuántos de ellos están en contra de la ley de concesión de obra pública? ¿Existirá entre los ciudadanos motivados por la lucha contra la corrupción acuerdo sobre la conveniencia de aprobar una legislación laboral con previsiones para la huelga en los servicios esenciales?
El tiempo dirá si el malestar exhibido ayer crece y se articula, pero los gobernantes deben tomar nota de él para responder con un ejercicio más fino de la política, con sensibilidad para las necesidades y cuidado al plantear iniciativas polémicas cuya justificación pueda caer en entredicho.