Con el paso del tiempo, los programas de educación sexual adoptados por el Ministerio de Educación Pública en el 2013 han mostrado sus limitaciones. Si se miden los resultados por el conocimiento prevaleciente entre los jóvenes en la actualidad, las deficiencias saltan a la vista. La ignorancia sigue siendo extendida y es tan peligrosa como en el pasado.
Nada de eso alcanza para declarar el fracaso de los cursos, llamados de educación para la afectividad y la sexualidad integral. El principal obstáculo no está en los programas, sino en las limitaciones impuestas por el prejuicio, la falta de capacitación de los docentes y el desconocimiento de padres y alumnos.
Los prejuicios impiden a los profesores de ciencias desarrollar un temario donde figura una larga lista de asuntos considerados tabú. Los educadores cuidan cuanto dicen por temor a respuestas indignadas de los padres de familia. En ese momento entra a jugar la ignorancia. Los progenitores creen que hablar sobre anticonceptivos con los jóvenes es darles instrumentos para iniciarse en la sexualidad. La evidencia apunta a que eso sucede de todas formas y la falta de información solo incrementa el peligro de embarazo y enfermedades.
La ignorancia también lleva a valorar mal la importancia de la formación en esta materia y se confabula con las limitaciones impuestas por el prejuicio para excluir a un importante número de alumnos. Las autoridades solo consiguieron impulsar los programas cuando hicieron la concesión de ofrecerlos únicamente a los alumnos cuyos padres lo autorizaran. En el 2014, un 97% de los colegiales recibían las clases, pero muchos las sentían como una imposición de carga académica adicional, porque los compañeros excluidos por voluntad de sus padres podían marcharse a casa, sin las tareas exigidas por los profesores de educación para la afectividad y la sexualidad integral.
En algunos centros educativos, los hijos comenzaron a pedir a los padres abstenerse de autorizar su asistencia para alivianar la carga académica y los progenitores, con poca convicción sobre la utilidad de las clases, complacieron la petición. La profesora de ciencias de un colegio en Goicoechea dejó de impartir las lecciones hace dos años porque “nadie llegaba”. Los estudiantes, dijo la profesora, veían la asistencia como un castigo y pedían a sus padres levantarles la penitencia.
Alberto Morales, director de la Clínica del Adolescente durante dos décadas, hasta su jubilación en enero, lamentó el nivel “escandaloso” de ignorancia entre los jóvenes, sin importar si habitan en área rural o urbana. “El programa es de excelente calidad, pero el impacto es muy bajo y debemos empezar a edades más tempranas”, afirmó.
Luis Paniagua, secretario del Colegio de Profesionales en Orientación, lamenta que el tema siga siendo prohibido en los hogares. En esta como en otras áreas, la educación pública necesita a la familia como complemento, pero, más bien, encuentra en ella obstáculos, como las quejas por el contenido de los cursos.
Pero todos los expertos coinciden en la necesidad de abordar el tema en las aulas, precisamente porque no se hace lo mismo en los hogares. Los programas y su ejecución deben ser mejorados, como lo reconoce el propio Ministerio de Educación a la hora de señalar la necesidad de capacitar mejor a los docentes, pero sería un grave error abandonarlos o cruzarse de brazos ante situaciones como la del colegio en Goicoechea.
Con el tiempo, el mensaje irá calando, como dice Cecilia Sevilla, asesora nacional de Ciencias para el tercer ciclo y educación diversificada. “Es un programa relativamente nuevo. El proceso hay que verlo con los años”. Tiene razón y las autoridades educativas deben persistir en tan importante empeño.