La impaciencia de la presidenta Laura Chinchilla, atizada por la lenta gestión del Fondo Nacional de Telecomunicaciones (Fonatel), desembocó en la firma de un decreto ejecutivo para encargarle al Instituto Costarricense de Electricidad (ICE) la duplicación del ancho de banda en escuelas y colegios de todo el país. El propósito es beneficiar a 3.500 centros educativos este año.
Fonatel administra el cuantioso fondo creado por el pago de las concesiones de telefonía celular y el 1,5% de los ingresos brutos de las empresas del sector, incluido el ICE. Es mucho dinero y su destino es solo uno: el cierre de la brecha digital, cada vez más amplia entre regiones y clases sociales.
Los centros educativos son un dramático escenario de ese ensanchamiento, y la impaciencia de la mandataria está totalmente justificada. Hace dos años, el vicepresidente Luis Liberman llamaba a invertir el dinero con celeridad. Ambicioso, proponía la meta de conectar el 85% de los centros educativos a Internet para el año 2014.
Un editorial de La Nación aplaudió la idea, no sin señalar el carácter tardío de la mejora “para buena parte de los actuales alumnos de segundo o tercer año de secundaria”. Pues bien, esos estudiantes ya se graduaron o están a punto de hacerlo. Quienes hoy ocupan sus pupitres en segundo o tercer año corren el riesgo, como ellos, de dejar las aulas sin recibir la educación digital, a la cual tienen derecho, pese a la existencia de los recursos necesarios, que permanecen ociosos en cuentas de Fonatel.
El mismo editorial adelantaba la posibilidad de tan triste resultado: “Uno o dos años de atraso sucederían a cuenta de prácticamente toda la generación de colegiales matriculados en la actualidad y no pocos alumnos de primaria”. La advertencia podría repetirse palabra por palabra para las indefensas víctimas de hoy.
No hay exceso en calificar de víctimas a los alumnos privados de las ventajas de la educación digital. Perdida la oportunidad de ofrecerles esa formación, es difícil recuperarla. Su situación es análoga, en lo digital, a la de la “generación perdida”, expulsada de las aulas por la crisis económica de los años 80.
A consecuencia de su baja escolaridad, unos 315.000 integrantes de esa generación viven condenados a desempeñar empleos de baja remuneración, muchos de ellos compartiendo vivienda con sus progenitores. La comparación puede ser acusada de exagerada. Los alumnos de hoy gozan de la posibilidad de completar sus estudios, pero la creciente importancia de la tecnología magnifica el impacto del déficit formativo en esa materia.
Las distancias entre la educación pública y la privada aumentan a ritmo acelerado a medida que la segunda se nutre de las nuevas tecnologías mientras la primera espera la resolución de obstáculos burocráticos. Esa circunstancia, sumada a otras limitaciones de la educación pública nacional, tiende a perpetuar y profundizar la desigualdad social, un problema cada vez más urgido de atención en el país.
Con clara comprensión de la importancia del acceso a Internet, la Unesco llamó a los Gobiernos a reconocerlo como un derecho humano fundamental.
En Costa Rica, la Sala Constitucional estableció que en el contexto de la sociedad de la información “se impone a los poderes públicos, en beneficio de los administrados, promover y garantizar, en forma universal, el acceso a estas nuevas tecnologías”.
Existen los recursos necesarios para dar un gran paso adelante, contribuir a satisfacer las necesidades educativas de miles de jóvenes y llenar las aspiraciones de la Constitución Política y los organismos internacionales. Solo el laberinto burocrático impide poner manos a la obra. La presidenta hace bien en explorar la forma de evadirlo y rescatar cuanto todavía sea posible.