Para la Sala Constitucional, en materia de incapacidades por enfermedad, los funcionarios judiciales son “más iguales” que los demás asalariados del país y merecen un trato especial a costa de los contribuyentes. Más aún, tal condición de privilegio no afecta el principio de igualdad establecido por nuestra Constitución; se trata de un asunto de legalidad, que corresponde a otras instancias.
Esta es la esencia de la resolución 2014020473, adoptada en diciembre del pasado año, mediante la cual, por cinco votos favorables y dos salvados, la Sala declaró sin lugar una acción de inconstitucionalidad interpuesta por la Contraloría General de la República contra los artículos 42, 43 y 44 de la Ley Orgánica del Poder Judicial.
Según estas disposiciones, sus funcionarios, al incapacitarse por enfermedad, reciben el monto total de sus salarios, en lugar de un subsidio por un monto menor (60%), como el resto de los asalariados nacionales, y esas sumas se toman en cuenta para calcular todos los extremos laborales, como el aguinaldo.
Para la Contraloría, y creemos que con buenas razones, esa disposición va contra del principio constitucional de igualdad y, además, afecta el buen uso de los recursos públicos. Los datos así lo indican. En el 2014, por ejemplo, el Poder Judicial debió dedicar ¢7.162 millones, equivalentes al 2% de su presupuesto, a incapacidades. A este monto hay que sumar los gastos en que se incurra por sustituciones y el impacto que luego se da en el cálculo de aguinaldo y cesantía. A todas luces, es una situación poco sostenible, que debilita el financiamiento de tareas esenciales en ese poder del Estado.
El razonamiento para rechazar el pedido, expuesto en diversas partes de la resolución y resumido en sus conclusiones, se asienta en tres elementos esenciales. El primero es que el Estado tiene la obligación de prever “un pago periódico a los trabajadores incapacitados por enfermedad”. El segundo es que la Constitución lo que dispone es que “el trabajador no quede desprotegido ante dicha contingencia”, pero “no desarrolla la forma o el monto en que este pago debe efectuarse”; se trata, por ello, de un tema que corresponde a los legisladores, no a los jueces constitucionales. El tercero, y en el cual median una serie de consideraciones subjetivas, es que la decisión legislativa de otorgar a los funcionarios judiciales beneficios de los que carece el resto de los asalariados, “no lesiona el principio de igualdad ya que resulta razonable, de acuerdo con el desarrollo constitucional que ha tenido la seguridad social y en aras de una mayor protección al trabajador” (énfasis añadido).
El mensaje subyacente del último argumento es que, según los cinco magistrados que votaron a favor (dos titulares y tres suplentes), sería conveniente trasladar tales beneficios al resto de los trabajadores, sin considerar su impacto en la productividad ni en las finanzas públicas y, por ello, la eventual desatención de otras necesidades que deben financiarse vía el presupuesto nacional.
La argumentación no es consecuente con una iniciativa que se había desarrollado tres años atrás en el seno del propio Poder Judicial. A mediados del 2011, la actual magistrada constitucional y entonces jefa de despacho de la presidencia de la Corte, Nancy Hernández, propuso modificar, por medio de una reforma a la Ley Orgánica, el subsidio por enfermedad, para bajarlo de la totalidad del salario al mismo 60% que se aplica para el resto del sector público y privado. La votación sobre la propuesta quedó empatada en la Corte Plena y, pocos días después, se acordó esperar la decisión de la Sala Constitucional, ante la cual ya había sido presentada la acción de la Contraloría.
Obviamente, la resolución tomada en diciembre por la Sala borra el imperativo constitucional y debilita el argumento legal del cambio. Sin embargo, cada vez es más urgente la necesidad de que, por sentido de responsabilidad en el uso de los recursos públicos y de equidad con el resto de los empleados estatales y de la sociedad como un todo, el Poder Judicial tome la iniciativa de reforma, para modificar los artículos que cuestionó la Contraloría y equiparar hacia abajo unos beneficios que, a todas luces, constituyen un odioso privilegio financiado por todos los contribuyentes.
Aceptar –porque lo ha dispuesto la Sala IV y ella, nos guste o no, tiene la última palabra– que el privilegio no contradice la Constitución, no implica concluir que se justifica y, mucho menos, que es justo o financieramente viable. Por ello, si las propias autoridades judiciales, como deberían, no toman la iniciativa de proponer un cambio en su ley para eliminarlo, corresponderá a la Asamblea Legislativa actuar en consecuencia. Esperamos que esto ocurra pronto, tanto para beneficio del sentido de equidad, como para proteger la legitimidad del Poder Judicial, que ha sido debilitada por la resolución que comentamos.