En marzo del 2013, el Banco Interamericano de Desarrollo (BID) aprobó un crédito de ¢85.000 millones para financiar un fideicomiso destinado a construir 77 centros educativos y 24 canchas deportivas multiuso. A la fecha, “no hemos logrado la construcción ni de un sanitario”, dice el diputado cartaginés Mario Redondo.
“Es una vergüenza”, sentencia el legislador, con toda razón. Sediel Solera, director del Liceo Rural de Cañón de El Guarco se une al reclamo. Desde su fundación en el 2006, el colegio opera en las instalaciones de la escuela Manuel Ortuño, y el director teme estar en las mismas condiciones en junio del 2018, fecha de terminación del fideicomiso.
Decir que no se ha construido ni un sanitario es, apenas, una modesta exageración. Dos escuelas, en León Cortés y Goicoechea, se vieron beneficiadas con avances parciales este año, pero, en comparación con los objetivos y recursos asignados, la afirmación del diputado Redondo se aproxima mucho a la realidad y su sentencia resulta certera: es una vergüenza.
Eduardo Pineda, director del fideicomiso, atribuye el atraso a los trámites de compra y desafectación de terrenos, los diseños y las adjudicaciones. Todos son procesos engorrosos y desde hace muchos años conocidos, pero poco se ha hecho para agilizarlos y nunca es posible saber hasta dónde producen, por sí solos, sus nefastos efectos y hasta dónde sirven de pretexto para la mala gestión.
La realidad es una: el país es incapaz de ejecutar obras aunque se trate de satisfacer necesidades de altísima prioridad y los fondos estén disponibles. Con frecuencia, la aprobación del préstamo solo redunda en costos, por años de pago de intereses o comisiones sobre los recursos ociosos. Mientras tanto, las construcciones se encarecen y las necesidades siguen insatisfechas.
La ejecución de las obras no está siquiera a la vuelta de la esquina. El préstamo aprobado en el 2013 comenzará a cumplir su propósito en el 2017, según estimaciones del director del fideicomiso, quien promete la conclusión de los trabajos antes de la fecha de vencimiento, en julio del 2018. Habremos tardado cinco años y los colegiales que iniciaron la educación secundaria en el Liceo Rural de Cañón de El Guarco cuando el préstamo fue aprobado, nunca disfrutarán las primeras instalaciones de su centro educativo.
Ese es el escenario optimista y hacemos votos por que se cumpla, pero la experiencia deja margen para la duda. El fiasco del programa Limón Ciudad-Puerto es un ejemplo reciente. El Banco Mundial concedió un crédito de $72 millones para dotar a la capital del Atlántico de urgentes mejoras de infraestructura, pero el único rubro donde la ejecución presupuestaria resultó eficiente fue en el pago de salarios al ritmo de ¢570 millones anuales para los 22 encargados del proyecto, además de otros ¢12 millones anuales en gastos operativos.
Al final, la ejecución fue mínima, alrededor del 12%, y las obras brillaron por su ausencia hasta la expiración del plazo. Las promesas de habilitar espacios públicos, remozar edificios históricos, prevenir inundaciones y mejorar el alcantarillado, entre otras, resultaron una vana esperanza.
El socorrido recurso de culpar a los procedimientos establecidos por nuestra alambicada legislación apenas tuvo utilidad en este caso. Un informe rendido ante el Banco Mundial en el 2012 no pudo evitar la admisión de que la Comisión de Coordinación Institucional, integrada por funcionarios de alto nivel, sesionaba cada tres meses y no se involucraba en la ejecución. También explicaba que el personal de las unidades ejecutoras adolecía de “limitada experiencia técnica y operativa” y los jerarcas de las instituciones involucradas no asistían a las reuniones de coordinación.
Esa experiencia alimenta el escepticismo sobre el fideicomiso educativo y suscita dudas sobre otros proyectos, todavía menos avanzados, como el de la carretera a San Ramón, pendiente de la estructuración de un fondo financiado por bancos nacionales que no se muestran inclinados a participar.