Una jueza en Caracas condenó este jueves a 13 años y 9 meses de prisión a Leopoldo López, líder de la oposición al gobierno de Nicolás Maduro. El dirigente fue arrestado en febrero del año pasado y su juzgamiento, un eslabón del modelo montado con asesoría e intervención directa de la dictadura de Cuba, se llevó a cabo en el contexto del régimen instaurado por el exmilitar Hugo Chávez, ya fallecido. La presencia castrista en las instituciones venezolanas, sobre todo en la judicatura y el Ejército, han derivado en encarcelamientos y en amedrentar a la población.
No sin motivos, expertos como José Miguel Vivanco, director de Human Rights Watch (HRW) para América, aseguró a medios internacionales que el juicio a López fue un proceso “ficticio” al que la comunidad internacional debería denunciar.
En Costa Rica, la Sala Constitucional, en un fallo que anuló la extradición de un venezolano hacia ese país, en agosto pasado, por unanimidad cuestionó el sistema de justicia de Venezuela, pues “carece de garantías mínimas de un sistema de justicia objetivo e imparcial”, advirtieron los magistrados en el voto N.° 2015-11568. Uno de los siete miembros de esa sala, Fernando Cruz, esgrimó que el 75% de los jueces en dicho país están nombrados en forma provisional y dependen de una autoridad política, por lo que podrían juzgar conforme a la voluntad de sus superiores.
La condena de López es un síntoma del deterioro de los derechos humanos en el régimen instituido por Chávez y ha convertido al dirigente de oposición en un preso de conciencia durante los últimos 19 meses. De nada sirvieron las decenas de peticiones internacionales por su libertad, incluida la de 25 expresidentes del continente, presentada en abril en la Cumbre de las Américas en Panamá.
En Venezuela las próximas elecciones parlamentarias, que se llevarán a cabo en diciembre, carecen, por tanto, también del ingrediente crucial de la legitimidad sin la cual toda esa maquinaria se reduce a una careta seudodemocrática para consumo externo. Chávez, a fin de cuentas, fue un hábil populista que, gracias a la billetera petrolera, pudo desarrollar servicios sociales y conceder beneficios excepcionales a las clases de menores ingresos de Venezuela. Su munificencia externa se extendió a despotismos y grupos terroristas, y llegó a incluir la virtual manutención del régimen cubano.
El heredero de Chávez, Nicolás Maduro, fue una decepción desde el inicio y proyectó una imagen poco halagadora de su persona y su mando. La economía del país se ha venido agravando debido a la caída de los precios internacionales del petróleo y el resultante déficit causado por la gestión de su predecesor. La insuficiencia hacendaria para sostener la pesada armazón de subsidios y obsequios fiscales ha desembocado en el cuadro actual de general descontento y protestas contra el régimen.
Maduro intenta atraer simpatías al gobierno con el menú usual: supuestas amenazas imperialistas, el sabotaje de los servicios estatales y otras fórmulas para diluir responsabilidades. Un elemento en su fórmula prevalece hoy y consiste en sonar tambores de guerra y culpar al contrabando fronterizo con Colombia por la estrechez de productos de consumo.
Maduro y su gente aducen que el 35% de la producción nacional acaba en los bolsillos de los contrabandistas. Asimismo, aseguran que se debió cerrar la frontera con Colombia para combatir a grupos paramilitares colombianos que nutren la delincuencia y la crisis económica que afecta a toda Venezuela.
En todo caso, las protestas contra el régimen continúan y han dejado más de 40 muertes y centenares de heridos. Los indicadores de opinión muestran a Maduro con menos del 20% de calificación favorable. En cambio, las opiniones favorables de López se ubican por encima del 40%. Entretanto, otras figuras de la oposición han parado en las cárceles, giro que ha contribuido a ahondar la crisis en el país.
El dilema de la autoridad en Venezuela no puede resolverse mediante parches. El único remedio para los males que aquejan a la nación sudamericana es una dosis alta de democracia. Lamentablemente, el inventario actual de la epidemia arroja serias dudas con respecto a una solución pronta y pacífica. Maduro está amarrado a cabecillas que se enriquecen gracias a los problemas que nutren la inestabilidad reinante. ¿Se animarían algunas figuras nacionales, de las intachables, a encabezar un diálogo que conduzca a una solución pacífica? Esa es la gran incógnita que pesa entre los grupos pensantes que, dichosamente, sobreviven en Venezuela.