El Instituto de Alcoholismo y Farmacodependencia (IAFA) invierte la nada despreciable suma de ¢1.800 millones por año en un programa dedicado a prevenir el consumo de drogas en las escuelas. Los fines son inobjetables, sobre todo en vista de la encuesta nacional sobre el consumo de drogas, cuyos resultados documentan la experimentación con diversas sustancias a edades muy tempranas.
La edad promedio del primer contacto con la marihuana es de 14 años. En el caso de la cocaína, sube a 14,2 años y el alcohol se comienza a consumir a los 13. Los datos son alarmantes y no dejan lugar a dudas sobre la necesidad de enfrentar el problema por diversas vías, una de las cuales son programas educativos como el emprendido por el IAFA de común acuerdo con el Ministerio de Educación Pública (MEP).
El problema no está en los fines ni en la “mejor voluntad” de los funcionarios encargados de la iniciativa, para emplear las palabras de Luis Eduardo Sandí, director del IAFA. El problema es la falta de evaluación de los resultados y control de las inversiones de dinero público. En eso, el IAFA no está solo y el caso ejemplifica una debilidad verificable en otras iniciativas estatales.
El programa del IAFA se ha venido ejecutando durante una década, pero, a la fecha, no ha habido siquiera un intento de evaluación. En el 2013, la institución se fijó el objetivo de hacer el estudio, pero no lo ejecutó y no se volvió a hablar más del tema hasta ahora en que la Contraloría General de la República exigió la evaluación y fijó una fecha límite para ejecutarla.
De entrada, además de la falta de confirmación del buen uso de los fondos, sorprende la continuidad de la iniciativa, pese a la expiración, hace cerca de cinco años, del acuerdo suscrito con el MEP en el 2006. Nadie se ha tomado la molestia de renovarlo formalmente y, según los auditores, opera en virtud de la “buena voluntad de las partes”.
El informe de la Contraloría contiene otros hallazgos preliminares que hacen lamentar la falta de ejecución de evaluaciones oportunas. La capacitación de los docentes, cuya meta era alcanzar a 17.649, apenas llegó a 13.270. La diferencia, una cuarta parte menos, es significativa.
Las guías didácticas preparadas como fundamento de la enseñanza tampoco llegaron siempre a las escuelas con la puntualidad necesaria. El problema se debió, según el director del IAFA, a la escasez de personal. “Nos hace falta gente para cubrir todo el proceso que implica este programa. En toda la institución somos 354 funcionarios y el programa no es nuestra única tarea. Vamos a actuar este año para hacer todas las mejoras posibles”.
La respuesta no explica cómo se lanzó una iniciativa valorada en ¢1.800 millones por año sin prever el personal necesario para su buen funcionamiento. Si el personal no alcanza en la actualidad, posiblemente no alcanzó desde el inicio y el problema se ha venido arrastrando por años, con mal aprovechamiento de una parte de los recursos invertidos.
Esos son, precisamente, los problemas que la evaluación periódica puede detectar y contribuir a corregir. Pero el número de funcionarios del IAFA tampoco es despreciable y quizá sea necesaria la valoración de las tareas del Instituto y los recursos empleados para ejecutarlas, más allá del programa de prevención en las escuelas.
El director de la institución se mostró anuente a acatar todas las disposiciones de la Contraloría, cuyos auditores señalaron que, después de diez años, se desconocen los alcances y resultados del programa. Antes del 30 de abril, el acuerdo con el MEP debe quedar, nuevamente, formalizado. El 31 de julio, el IAFA debe informar sobre la implementación de mecanismos para fiscalizar el proyecto y el uso de los fondos. Solo queda lamentar que esos requisitos se cumplan ahora, cuando la Contraloría los exige, en lugar de estar incorporados desde el inicio a tan importante iniciativa. La lección debe ser aprovechada por toda la Administración Pública.