La apremiante situación fiscal no admite discusión. El gobierno lo acepta, en ocasiones con inusitado dramatismo. El presidente, Luis Guillermo Solís, nos ubicó al borde de la insolvencia y se quejó de los efectos de la falta de liquidez sobre importantes programas estatales. Habríamos esperado una respuesta seria a situaciones tan apremiantes, pero solo escuchamos anuncios de medidas de ahorro superficial y gestiones para procurar financiamiento internacional con el fin de apuntalar el tipo de cambio.
La administración conoce, perfectamente, la gravedad de la situación fiscal, pero no está dispuesta a hacer nada para resolverla, salvo aumentar los impuestos. Ese tampoco es un planteamiento serio. No puede haber ingresos suficientes para mantener el paso de los disparadores del gasto.
Las universidades lo saben bien. Ninguna partida presupuestaria alcanza para mantener el ritmo del crecimiento automático de los salarios y ya están a punto de necesitar otro medio puntito del producto interno bruto (PIB), no para mejorar la calidad de la educación y la infraestructura o para atender más estudiantes, sino para cumplir las exigencias de irracionales anualidades y otros beneficios. Lo mismo le ocurre al Estado en general.
Pero el gobierno no quiere hablar de eso y prefiere afectar a los más pobres con recortes de ayudas y servicios. En esa dirección se orienta la propuesta de incluir, en el presupuesto del año entrante, la posibilidad de invocar un “estado de necesidad” para no incurrir en falta si se deja de pagar determinadas partidas fijadas por ley.
De conformidad con ese plan, si no hay dinero para girar al Patronato Nacional de la Infancia el 5 % del impuesto sobre la renta, la administración podría invocar el “estado de necesidad” y abstenerse de hacerlo. Lo mismo es cierto de las transferencias del impuesto único a los combustibles al Consejo Nacional de Vialidad (Conavi), pese a que el mantenimiento de vías es la razón de ser del tributo, y hasta de las obligaciones constitucionales.
La curiosa propuesta sirve de poco. Nadie está obligado a lo imposible, y si el dinero no alcanza, alguna necesidad quedará desprovista. El gobierno solo quiere mayor libertad para decidir cuál. La novedosa idea presupuestaria es una segunda confesión de la magnitud del problema fiscal. También delata la intención de llegar al 8 de mayo para entregar el poder y evocar la frase atribuida a Luis XV de Francia: “Después de mí, el diluvio”.
La propuesta no es convertir el “estado de necesidad” en un recurso permanente. Al próximo gobierno se le tendrá por responsable de proveer los recursos. La actual administración solo necesita llegar al traspaso de poderes, aunque sea sentada sobre un volcán hacendario a punto de hacer erupción.
La inflexibilidad del presupuesto nacional y la inconveniencia de los destinos específicos no están en discusión, sobre todo cuando se trata de la creación o ampliación de derechos e instituciones sin señalar las correspondientes fuentes de financiamiento, pero sí hay razones para objetar el método planteado.
La idea del “estado de necesidad” aplicada al presupuesto convierte al gobierno en caprichoso árbitro de la inversión estatal y potencia su oportunismo para disimular la falta de solución de los problemas de fondo. El país necesita elevar la carga impositiva, recaudar mejor los tributos, reducir el gasto estatal —incluyendo los excesos del empleo público— y reconsiderar exoneraciones y destinos específicos. La aplicación selectiva de alguna de esas medidas sin considerar las demás solo sirve para disimular y posponer la adopción de las soluciones más difíciles y polémicas. No estamos para eso.