El Gobierno de la República ha cometido una serie de errores en el diseño y conducción de su política fiscal. El recuento que a continuación hacemos tiene por objeto ilustrar lo que no se debe hacer en una coyuntura difícil como la actual, y sugerir un cambio radical para evitar una crisis.
El primero fue asumir que el país podía esperar dos años sin un plan fiscal comprensivo para enfrentar la situación deficitaria, que incluyera una reducción considerable de gastos y un ajuste concomitante de ingresos tributarios (ambos por varios puntos porcentuales del PIB) para restablecer el equilibrio. El error fue conceptual –mal diagnóstico macroeconómico– al subestimar los efectos de un déficit de un 6% del PIB en el 2014 y otro del 6,7% del PIB en el 2015, en el contexto de una economía internacional de bajo crecimiento real y reducción de la expansión de la producción nacional. Parte del error es, también, haber subestimado la correlación entre crecimiento y captación de recursos (y a la inversa).
Íntimamente relacionado con lo dicho, está el error de asumir que, con solo un esfuerzo por mejorar la recaudación y tratar de controlar la evasión, se podría subsanar el faltante y restablecer el equilibrio. Ya se demostró que no. Este año, el déficit fiscal terminará en la preocupante cifra citada, y se empezarán a sentir los efectos negativos, incluyendo la degradación de la nota conferida por las calificadoras internacionales de riesgo y la presión sobre las tasas de interés. La tasa básica pasiva ha subido en pocos meses de un 6,5% anual a 7,20% anual. Si se mantiene esa tendencia, podría afectarse la rentabilidad de las inversiones y, por tanto, la expansión del PIB y la propia recaudación.
Luego, vino la negociación salarial con los sindicatos del sector público, mal concebida desde varios puntos de vista. De acuerdo con la estructura salarial vigente, un aumento a la base de 4,5% tiene el efecto, previsible, de aumentar los ajustes a porcentajes cercanos al 10%, con una inflación prevista del 5% únicamente. Ahí se infló el presupuesto para el 2015. Tampoco se supo aprovechar la oportunidad para empezar a reformar esa deficiente estructura salarial, ya sea por vía de presupuesto, como lo propuso recientemente la Comisión de Asuntos Hacendarios de la Asamblea Legislativa, o mediante una ley formal, especialmente tramitada al efecto.
Dentro de esta misma línea expansiva de gastos se ubican ciertas transferencias a entidades públicas, como las efectuadas a universidades estatales, a las que se les otorgó un incremento del 14%. Eso no solo fue un error cuantitativo de fondo, sino que puso en evidencia la ausencia de protección a los intereses del Estado en la negociación. Parecía, más bien, que las universidades estaban negociando solas, sin ninguna contraparte que defendiera los recursos públicos. Y, cuando la Comisión de Asuntos Hacendarios quiso enmendar la omisión, el presidente de la República, Luis Guillermo Solís, salió en defensa de la manifestación pública de las universidades, estableciendo un mal precedente y haciendo un daño a la institucionalidad.
En adelante, no se puede descartar que más funcionarios públicos se lancen a las calles para evitar recortes a sus excesivos beneficios, dando al traste con los esfuerzos serios de la Comisión de Hacendarios de imponer mayor disciplina fiscal, y con cualquier reforma fiscal de carácter estructural.
El problema de fondo es que el Gobierno no quiere reducir el gasto público. Nunca actuó vigorosamente sobre las plazas existentes en el Gobierno Central, el pago de consultorías, horas extras, gastos de representación, viajes y otras partidas, ni impulsó una reforma para adelgazar la planilla. Por eso, la Comisión de Hacendarios ha tenido que enmendarle la plana. La Comisión está trabajando intensamente para recortar muchas partidas en un ejercicio colectivo y pluripartidista que denota responsabilidad.
El propio Poder Ejecutivo, sin reconocer que se había equivocado y excedido en el proyecto de presupuesto, formuló una propuesta para rebajarlo en ¢221.000 millones. Sin embargo, días después sustituyó esa propuesta por otra, aún menor, confirmando su poca voluntad para solucionar el problema fiscal.
De esa débil actitud se han valido, precisamente, otros poderes del Estado y ciertas dependencias para presionar a los diputados con el fin de impedir la aplicación de tijeras a las partidas incluidas en el proyecto de presupuesto, bajo el raído argumento de que todas y cada una de ellas son indispensables para la prestación de los servicios públicos. Siempre habrá alguna justificación para gastar más. Pero ese no es el punto. El interés público a tutelar, en este caso, es el hecho indiscutible de que los recursos son escasos, que el déficit se está saliendo de toda razonabilidad y que, si no se controla, habrá consecuencias mucho más graves para toda la colectividad, especialmente los más pobres.
Sin embargo, quizás el principal error es asumir que los demás partidos políticos representados en la Asamblea Legislativa estarán siempre dispuestos a aprobar nuevos impuestos sin ningún esfuerzo para rebajar el gasto. Mientras el Gobierno lo vea así, continuará fracasando en su política fiscal.