La historia de los zares rusos ofrece un amplio catálogo de monarcas sedientos de mayor poder y riquezas. Esta obsesión sembró el terror en su entorno, además de generar oscuros nubarrones en naciones conocedoras de la crueldad sanguinaria de algunos monarcas rusos. He ahí el origen del sobrenombre Iván el Terrible otorgado a uno de esos temibles zares.
Curiosamente, el reinado del zar Nicolás y las tribulaciones de su familia, a inicios del siglo XX, ahondaron grietas irremediables que abrieron las compuertas a movimientos políticos de dudosa etiqueta democrática. La dinámica de aquellos años postreros de la Primera Guerra Mundial desembocó en la instauración de un régimen de raíces bolcheviques encabezado por Lenin cuyo fallecimiento, a su vez, condujo a Stalin al poder. Como es sabido, Stalin resultó ser una reencarnación de Iván el Terrible, pero con muchísimos más poderes y muertes a su alrededor, incluyendo a periodistas críticos. La relación de las “purgas” y los frecuentes fallecimientos en los altos círculos del régimen estalinista constituyen un testimonio histórico del cinismo y la sanguinaria vocación del georgiano Stalin.
La trayectoria totalitaria de Stalin produjo, como no es difícil inferir, una represión fatal de las voces críticas dentro y, muchas veces, fuera de la Unión Soviética. El arco represivo comenzó a descender con la muerte de Stalin. El ascenso de Mijail Gorbachov en 1985 dio lugar a reformas que no pudieron detener la marcha al desplome en 1991. Bajo el liderazgo de Boris Yeltsin, la nueva República Rusa giró dramáticamente hacia la democracia y las libertades que la definen.
Fue precisamente bajo Yeltsin que un desconocido exmiembro de la KGB soviética, Vladimir Putin, fue escogido como sucesor del mandatario. Elegido para un nuevo período, Putin introdujo reformas legales que le confirieron un mando sin precedentes en el ámbito democrático. Con los ascensos y las reelecciones, las prácticas autoritarias retornaron a Rusia. No se ha tratado de revivir el mundo oficial de Stalin, pero sí han proliferado denuncias por arbitrariedades cometidas con el visto bueno de Putin.
En particular, los asesinatos de periodistas críticos y el exilio que muchos han debido escoger ante la hostilidad del régimen, ahora han retomado nuevos bríos. Hay también nuevos frentes y medidas dirigidas a silenciar voces críticas. Periodistas, académicos y empresarios rusos han sido el blanco de la ira de Putin por expresar opiniones adversas al credo oficial. Los Juegos Olímpicos de Invierno que Rusia patrocina para fechas cercanas han agudizado la hipersensibilidad del mandatario. Temeroso de reacciones negativas en el exterior, ha querido ganar indulgencias con la liberación selectiva de empresarios y hasta cantantes cuyas sentencias suscitaron fuertes protestas por el carácter autoritario del castigo.
Una escalada en la praxis del castigo presidencial se hizo patente hace pocos días, cuando oficiales migratorios le negaron el reingreso a Rusia a un destacado periodista y escritor norteamericano, David Satter, advirtiéndole que la negativa de la visa obedecía a que su presencia en Rusia no era deseable para los servicios de seguridad.
Con una larga trayectoria en Rusia, Satter ha trabajado para importantes medios occidentales. Es, además, autor de tres libros sobre historia rusa y es un académico del Hudson Institute, un think-tank en Washington. La respuesta mundial ha sido severa hacia Putin, a quien responsabilizan de esta medida arbitraria y sin causa real.
En todo caso, llama la atención la atmósfera autoritaria que rodea este affaire. A Putin, quien suele viajar con bandera de presidente de una nación democrática, no le ha importado arriesgar el impacto negativo de este suceso. Si creyó que el asunto carecería de interés, estuvo muy equivocado. Quizás reciba el apoyo de algunos regímenes afines, pero dudamos que la conducta zarista de Putin abone la imagen de una Rusia democrática.