El Gobierno ha innovado en el campo de la reforma del Estado: dadas las profundas divergencias entre la Asamblea Legislativa y el Ministro de Seguridad Pública, el primer vicepresidente de la República, Rodrigo Oreamuno, será el enlace entre este ministerio y el parlamento. La historia institucional no recuerda una invención política tan folclórica.
Esta singularidad podría registrarse en el anecdotario nacional como una ocurrencia o un acto pintoresco. Sin embargo, no rima con el bien ganado prestigio de Costa Rica en el campo democrático y en la consolidación de un Estado de derecho, es decir, con la madurez institucional de nuestro país, lastimada por el desfile policial que el titular de esta cartera, Juan Diego Castro, organizó frente a la Asamblea Legislativa, el 7 de diciembre pasado. Esta maniobra provocó un voto de censura en su contra sin precedentes en nuestro parlamento, cuya trascendencia radicó en su contenido, en su exclusividad histórica, en el número de votos (51 de 56 diputados presentes) y en el apoyo aplastante de la propia fracción del partido en el Gobierno.
Nuestra Constitución contiene la facultad del voto de censura contra los ministros, pero no establece sanción alguna. Esta queda librada a la voluntad del gobernante. En el caso del Ministro de Seguridad, el Presidente se ha inclinado, hasta ahora, por el respaldo, en mengua de la institucionalidad y del principio de autoridad. De la institucionalidad, porque el Ministro censurado se excedió en sus funciones, quebrantó la independencia de los Poderes, irrespetó a la Asamblea Legislativa y demostró destemplanza en su proceder. De la autoridad, porque esta no es la expresión de la fuerza, sino el escudo del derecho, del buen juicio y de la seguridad.
Lo insólito y chocante del nuevo papel del Primer Vicepresidente refleja la confusión creada por la conducta ministerial, pues si se coloca al segundo en la línea de mando en la incómoda posición de servir de puente y de valla entre el Congreso y el Ministro de Seguridad, queda institucionalizada la desconfianza de los diputados en este funcionario y se devalúan las funciones del Primer Vicepresidente. Entre las tareas típicas de este o entre las propias de una recta organización del Estado no figura aquí ni en otro país la labor de cirineo para un ministro censurado. El trabajo de interlocutor de un vicepresidente con la Asamblea Legislativa enaltece las relaciones entre ambos Poderes, mas el de amortiguador y tutor de un ministro no se aviene con su elevada posición, amén de dejar impune la comisión de una falta grave. Todo esto puede ser muy amigable y hasta ingenioso, pero no corresponde a un recto criterio sobre la naturaleza y funciones del Estado.
Por otra parte, la seguridad es una función esencial del Gobierno y, en estos momentos, la preocupación máxima de los costarricenses. Esta labor primordial exige, como es obvio, una relación estrecha y permanente entre el parlamento y el Gobierno. Nos convertimos en hazmerreír si, en el diálogo inevitable entre la Asamblea y el Gobierno sobre materia tan delicada, se introduce un vicepresidente por haberse roto los puentes entre la Asamblea y el titular de Seguridad. Este desorden institucional produce inseguridad.