Desde 1988, el robo de vehículos ha venido in crescendo: 481 en ese año hasta llegar a 3.400 en 1995. En los primeros tres meses de 1996, los vehículos robados ascienden a 533. El total debe de ser mucho más elevado, en vista de que varias víctimas no presentan, por miedo, la denuncia ante las autoridades, o bien, prefieren pagar el rescate.
La lógica de la delincuencia se ha impuesto: en los primeros años, a partir de 1988, el Estado no reaccionó, mientras que los robacarros siguieron engrosando sus filas y perfeccionando sus métodos. Hoy el problema es general, grave y complicado. Las cifras son elocuentes: se presentan diez denuncias diarias, con la salvedad expuesta anteriormente; solo en el área de San José funcionan diez bandas, en las que participan cerca de 250 delincuentes, casi la mitad menores de edad, según informaciones del OIJ; esta industria delictiva proporciona ingresos no inferiores a los 600 millones de colones al mes; entre 1988 y 1996 se robaron 13.735 carros; el INS ha pagado ¢1.193 millones (solo entre enero de 1995 y marzo de 1996) a las víctimas y, hasta setiembre pasado, esta institución transaba, indirectamente, para recuperar los carros. Este hecho pone de relieve la inconsciencia existente en el Estado acerca de la forma de combatir estas bandas.
El incremento cuantitativo, mensurable en dinero y número de vehículos robados, sería inexplicable sin un metódico refinamiento cualitativo en estas acciones delictivas. Vemos así que al robo ha seguido la compra de conciencias o el soborno en las oficinas públicas, la contratación de menores de edad --para combinar la necesidad material con la servidumbre--, la exportación de otros países, como parte de una extensa red mundial; la posible alianza con el narcotráfico, la extorsión, la privación de libertad, la amenaza de muerte y el asesinato. Se ha pasado, asimismo, de uno o algunos grupos cerrados a conformar una poderosa mafia nacional integrada, cuyas características son la legión de participantes, la jerarquía existente, el asesinato, la infiltración en todos los ámbitos, el trabajo planificado y metódico.
El coronamiento de esta vasta operación delictiva es el arma del terror en todo el país --contra testigos, autoridades, jueces y las mismas víctimas-- a fin de gozar de su principal escudo: la impunidad. El propio fiscal general de la República, Carlos Arias Núñez, reconocía ayer, en este periódico, la inoperancia de las autoridades y de los tribunales. De aquí la reacción de los capos de esta mafia ante el juicio realizado en estas semanas en el Tribunal Superior Tercero Penal, sección primera. De pronto, tras varios años de impunidad e intimidación, tres jueces, algunos testigos y autoridades desafían el terror y reaccionan con intrepidez y con la ley en la mano. La respuesta de la mafia ha sido inmediata y en consonancia con los objetivos propuestos: una especie de declaratoria de guerra contra el Estado y contra el pueblo de Costa Rica. Sus ejecutores son los subordinados o siervos de los altos mandos, quienes deben escoger entre la obediencia o la muerte.
Este es uno de los más serios desafíos que ha sufrido, por décadas, el Estado de derecho costarricense. Bien lo expresó ayer el Fiscal General: "si esta lucha se pierde, se cayó el país''. No queda más que aceptar el reto con coraje, inteligencia, suma eficacia y en el marco del Derecho. Y de inmediato.