El entorpecimiento del proyecto de ajuste tributario, de parte de un diputado, puede representar un triunfo político por la propaganda recibida. Pero, puede ser una derrota, para el proponente y para el país, desde el ángulo del interés público, de sus efectos sociales y económicos, así como de los compromisos contraídos con los organismos internacionales.
Hemos aceptado el mal menor del incremento del impuesto de ventas por la necesidad de recursos para el fisco y porque, con el complemento de otras medidas de ordenamiento fiscal, incorporadas en el proyecto de ajuste tributario y en otros, entre ellas el de garantías económicas, se presume que vamos por el recto camino. El objetivo es reducir el cuantioso déficit fiscal, disminuir la deuda interna y bajar las tasas de interés. Circunscribir el problema fiscal al impuesto de ventas constituye, por ello, un grave error de perspectiva. Y si la oposición radica no en razones, lo que sería loable, sino en multitud de mociones sin contenido, solo para hablar sin descanso sobre ellas e impedir la votación democrática, esta actitud merece reprobación por el daño que causa al país.
En efecto, de no aprobarse hoy este proyecto en primer debate, en el período de extraordinarias, cuya iniciativa corresponde al Poder Ejecutivo, deberá someterse al viacrucis de las sesiones ordinarias y a otra ronda interminable de negociaciones, después de un año de hacer antesala legislativa. En esta coyuntura, su desenlace es incierto, pues también pueden utilizarse toda suerte de trucos o ardides para impedir su votación. En esta coyuntura, sufriría el país diversos efectos negativos: se perdería un tiempo valioso en la recaudación de los tributos generados por el incremento del impuesto de ventas y se congelarían algunas normas importantes, como la renta presuntiva, la reducción de impuestos sobre salarios inferiores, el impuesto sobre los activos, la derogatoria de los timbres profesionales o la prohibición del fraccionamiento de la renta de las personas jurídicas.
Por otra parte, se retrasarían las negociaciones con el FMI. En esta materia, un político puede disentir ideológicamente de la posición del Gobierno o de otros partidos, pero lo cierto es que se trata de compromisos contraídos por el Estado. Riñe, por lo tanto, con la democracia obstaculizar, sin fundamento alguno, el desenvolvimiento del parlamento y de estas negociaciones. Al dejarse así al Gobierno en la estacada, este no puede permanecer indiferente. Se han anunciado, por ello, algunas medidas compensatorias como el aumento del arancel y de los impuestos selectivos de consumo, la congelación de los salarios y una emisión inorgánica de ¢40.000 millones, incluida en el presupuesto extraordinario, pero que se eliminaría, de aprobarse el impuesto sobre las ventas.
Se trata, en suma, de una cuestión institucional y de interés público, no solo de un juego político; de una concepción democrática del Estado y de la sociedad, no de un empecinamiento personal; de un asunto proyectado hacia el futuro, no de una visión parroquial de la política. ¿Se peca, acaso, de candoroso si, en situaciones tan artificiosas, se invocan los valores de la democracia y del interés nacional?