Un mal necesario. Así califica Luis Gerardo Villanueva, jefe de la fracción legislativa del Partido Liberación Nacional, a las partidas específicas incluidas en el Presupuesto Nacional. Necesario, según el diputado, porque son una manera de allegar fondos a las comunidades. Mal, porque no es la mejor forma de lograr el propósito.
Hay que reconocer al legislador un cierto espíritu crítico en esta materia. Sin embargo, se queda muy corto, por varias razones, la mayoría de ellas patentes en un reportaje sobre el tema de nuestro redactor Rónald Matute, aparecido el lunes. El mal de las partidas específicas es sumamente amplio y profundo; la falta de iniciativa para resolverlo es igualmente seria porque, a pesar de anuncios, proyectos y manifestación de buenas intenciones, el mecanismo permanece y cada vez se distorsiona más: en la lista para 1996 ya no solo hay las consabidas transferencias para pequeñas obras de infraestructura, sino partidas para gastos corrientes y hasta pagos de impuestos atrasados de equipos del futbol federado.
Esta situación reitera un problema frecuentemente vinculado a las partidas específicas: la distorsión que introducen en las prioridades de gastos. Los destinos que se les dan a esos dineros no dependen de una verdadera consideración de las necesidades comunales, o de un adecuado cálculo de costos y beneficios. Al contrario, se basan, exclusivamente, en la capacidad para presionar de los posibles beneficiarios, en los intereses particulares de los diputados y en el grado de espectacularidad que pueda dársele a las entregas. Sorprende, por ejemplo, que mientras se pagan planillas de equipos de futbol, en las mismas localidades existen problemas de calles, alcantarillas o incluso faltan plazas para la práctica libre del deporte.
A pesar de que tanto los congresistas como la primera vicepresidenta de la República, Rebeca Grynspan, lo han negado, las partidas son también un mecanismo electoral que pagamos todos los contribuyentes. Quizá no siempre se utilicen para influir en el resultado de comicios, sobre todo cuando estos aún están distantes; sin embargo, a menudo están directamente asociadas con la promoción de la influencia de los diputados repartidores y se emplean como medio para comprar favores y adhesiones de los beneficiarios.
Y las partidas también van en contra de eso que se ve como "necesario": la mejora en las condiciones de vida de las comunidades. Precisamente por no estar basadas en una consideración de verdaderas necesidades y beneficios, y por depender de la "gracia" que otorguen los parlamentarios, el procedimiento se ha convertido en una nefasta práctica paternalista, que reduce las posibilidades de verdadera decisión por parte de las localidades y las depoja de su capacidad de negociación e influencia.
Si lo que verdaderamente se quiere, entonces, es contribuir con el desarrollo comunal, el expediente de las partidas debe eliminarse de inmediato y sustituirlo por un mecanismo que valore prioridades y planes, y que esté despojado de los caprichos, preferencias e intereses individuales de los legisladores. Es hora de apostar a la madurez de los ciudadanos, no al tráfico de influencias y la distorsión presupuestaria a que siempre conducen mecanismos tan distorsionados.