El elemento decisivo para la fijación de tarifas de transporte público está, de nuevo, en manos de los autobuseros. La Autoridad Reguladora de los Servicios Públicos (Aresep) acordó utilizar la información suministrada por las empresas para determinar la demanda, pese a justificadas dudas sobre la precisión de los datos.
La indefensión de los usuarios es total y el pago, tan importante en el presupuesto familiar de decenas de miles de personas, ahora depende, en buena medida, de quienes se benefician de la tarifa más alta posible porque no hay preocupación por la competencia, dada la regulación estatal del servicio mediante permisos y concesiones.
Abundan las razones para dudar de los datos ofrecidos por los interesados. La primera es de pura lógica. Pocas veces las decisiones de política pública quedan en manos de sus potenciales beneficiarios. La regulación de los conflictos de intereses sobraría si en todos los casos se procediera como en este, siempre tan particular.
Pero también hay razones derivadas de estudios de campo. En el 2016, con mucha tardanza, la Aresep contrató una investigación de la demanda real con el Programa de Desarrollo Urbano Sostenible de la Universidad de Costa Rica. El estudio encontró diferencias hasta del 28 % entre la observación hecha en el terreno y los informes rendidos por las empresas. En solo un caso, la discrepancia era de 135.000 usuarios al mes. Seis de las ocho líneas estudiadas presentaron inconsistencias.
El estudio fue cuestionado por los transportistas, como era de esperar, pero las circunstancias aconsejaban ampliarlo, no descartarlo. Los cánones cobrados por la Aresep son generosos y deberían bastar para ejecutar estudios más extensos. En todo caso, los resultados debieron tomarse en cuenta para dudar sobre la conveniencia de poner, una vez más, el cálculo en manos de los interesados.
Existe otro motivo para dudar: a partir de febrero del 2016, cuando la Aresep puso en práctica una metodología basada en datos oficiales de la demanda, provenientes del Consejo de Transporte Público o de estudios propios de la entidad reguladora, los autobuseros dejaron de solicitar ajustes para no arriesgar una reducción de tarifas.
Ahora que la Aresep da marcha atrás, resulta inexcusable el abandono de la discusión del cobro electrónico. Si los transportistas no confían en los estudios de la UCR y el país tiene buenas razones para desconfiar de los datos suministrados por los autobuseros, todos deberíamos estar de acuerdo con la medición objetiva proporcionada por tecnologías utilizadas en todo el mundo.
Pero a los autobuseros tampoco les gusta el cobro electrónico y encuentran aliados en el sector financiero, interesado en impulsar el uso de tarjetas de crédito y otros servicios bancarios. Así no se resuelve el problema, porque buena parte de los usuarios carecen de esos medios de pago y el sistema se vería forzado a convivir con el efectivo, es decir, habría el mismo margen de siempre para la imprecisión.
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El gobierno anterior, antes de rendirse por completo frente a las empresas de transporte, estudió la posibilidad de un sistema con tarjetas prepagadas, como existe en muchos países avanzados y en desarrollo. La idea era aprovechar la experiencia del Instituto Costarricense de Electricidad con sistemas de prepago. La institución tendría un nuevo negocio, la Aresep datos precisos y los empresarios ningún motivo para quejarse del cálculo de la demanda. No es osado aventurar que el principal beneficiado sería el público. Quizá por eso la discusión se pospone una y otra vez.