El premio Príncipe de Asturias de Investigación Científica y Técnica recayó, este año, en el Instituto Nacional de Biodiversidad (INBio). Este galardón internacional honra a esta entidad, a su director, Rodrigo Gámez Lobo, a sus científicos y técnicos, así como al pueblo de Costa Rica. El honor se extiende, según se desprende de las declaraciones de algunos científicos y políticos centroamericanos, a todo el istmo.
El INBio tiene apenas seis años de vida. Ha conquistado, casi en sus albores, lo que otras instituciones han logrado tras varias décadas de intensa labor. Pero, más que la notoriedad y la fama ha de resaltarse la razón en que se fundan: el riguroso trabajo de investigación científica en una institución que el jurado califica como "única en el mundo, magnífico ejemplo de uso de la ciencia para el bien de la humanidad", al servicio "de la comprensión del desarrollo y protección de la vida sobre el planeta". Es decir, se trata de un reconocimiento mundial por una labor sólida, de alcance universal, cuyo beneficiario es el ser humano.
Este premio representa, asimismo, la consagración de un esfuerzo nacional, desde hace unos 20 años, en procura de la defensa de la naturaleza, como lo demuestra la incorporación de más del 20% del territorio a algún sistema de conservación y, concretamente, del 12% a la categoría de parques nacionales. Este dato y este galardón nos invitan, sin embargo, a realizar el imperativo de la coherencia, a fin de que el desarrollo sea, en verdad, sostenido. No armoniza con este honor, con el trabajo desplegado por algunos grupos científicos y hasta con una mayor toma de conciencia, la irresponsabilidad que se advierte y frecuentemente se denuncia en punto al mantenimiento y explotación racional de los recursos naturales, así como a la protección del ambiente. En este marco de inconsistencia caben la deforestación irracional o su antítesis: el dogmatismo ecológico, con viejas resonancias ideológicas, la suciedad, la improvisación y desdén científico en el establecimiento de los rellenos sanitarios, la desbordante contaminación y, en general, la falta de una cultura por la limpieza.
El premio Príncipe de Asturias nos obliga a modificar actitudes y políticas, como las dichas, pero también a realzar el papel de la ciencia en el desarrollo del país. Nos referimos específicamente a la enseñanza de las ciencias en la educación, tanto en la primaria como en la enseñanza diversificada, así como a la actitud de los políticos y gobernantes en relación con los aportes de los científicos, y al proceder, en las decisiones nacionales, con criterio de rigor, es decir, con apego a los hechos y a su análisis y búsqueda de soluciones con sentido de responsabilidad y seriedad.
Este premio internacional representa así un paradigma y una fuente de inspiración. El INBio toma asiento entre los grandes por el honor y, sobre todo, por la excelencia de su obra. Pero, al mismo tiempo, nos eleva a todos y nos señala un derrotero. En medio de los devaneos políticos, de los desafíos actuales y de la duda y el temor que nos invaden, nos ofrece un método, un ideario, un estilo y una ilusión.