Dos semanas después de que tuvieran lugar las elecciones generales, Honduras aún no tiene, oficialmente, presidente electo. Las críticas y dudas sobre los resultados de la votación realizada el 26 de noviembre se mantienen, y con razón. No solo emanan de la oposición, sino también de las misiones observadoras de la Organización de Estados Americanos (OEA) y la Unión Europea (EU), que han formulado severas observaciones al proceso. Mientras los reparos no sean aclarados sin asomo de dudas, el Tribunal Supremo Electoral (TSE) no debe proclamar un triunfador.
Los resultados dados a conocer hasta ahora por el TSE, con el 99,89 % de los votos computados, otorgan un 42,98 % al presidente Juan Orlando Hernández, del Partido Nacional, esencialmente conservador, y un 41,39 % a Salvador Nasralla, de la coalición izquierdista Alianza de Oposición contra la Dictadura.
Tan estrecha diferencia, la forma sospechosamente lenta y errática como se manejaron los reportes desde las juntas electorales, las suspicacias sobre la independencia del Tribunal y la reversión de la sólida tendencia a favor de Nasralla que se manifestó al principio del conteo, han restado legitimidad a estos datos. También han generado múltiples protestas callejeras y enfrentamientos entre los bandos opuestos.
En medio de esta peligrosa situación para la democracia hondureña y su paz social, resulta positivo el anuncio formulado el jueves por el TSE, que decidió recontar los votos de las 4.753 mesas cuyos resultados no se transmitieron la noche de los comicios, y que fueron los que volcaron a favor de Hernández la tendencia que esa noche beneficiaba a Nasralla.
El recuento parcial fue una de las recomendaciones formuladas el miércoles por la misión de la OEA, en un documento que, en lenguaje inusualmente severo, mencionó al “cúmulo de irregularidades, errores y problemas sistémicos que han rodeado este proceso electoral” y sentenció que “no es posible, sin un proceso exhaustivo y minucioso de verificación, que determine la existencia o no de un fraude electoral —como ha denunciado parte de la oposición—, restituir la confianza de la población en el proceso”.
Si este ejercicio se efectúa con absoluta transparencia y bajo estricta supervisión de los observadores internacionales, será posible resolver el elemento central de la actual crisis hondureña: cuál fue, realmente, la voluntad expresada por los votantes, y si se produjo o no algún intento de fraude. Sin embargo, la legitimidad del proceso ha estado ensombrecida también por otro factor: la manera como se autorizó la reelección presidencial consecutiva.
LEA MÁS: Honduras convulsiona por polémica elección; oficialismo insiste en triunfo
La Constitución prohibía taxativamente esa posibilidad. Más aún, fue el intento del expresidente Manuel Zelaya por hacerla posible lo que condujo a su destitución en junio del 2009, mediante un golpe de Estado disfrazado de mandato judicial. Sin embargo, el actual mandatario, tras valerse de maniobras políticas para colocar en la Corte Suprema de Justicia una mayoría de magistrados afines, logró que esta ratificara en agosto del pasado año una resolución previa de la Sala Constitucional, que declaró inconstitucional la cláusula. Además, desestimó la posibilidad de realizar un referendo al respecto.
Por lo anterior, incluso, aunque el recuento dé la mayoría a Hernández, para una enorme cantidad de hondureños una eventual segunda presidencia suya sería ilegítima. Si el triunfador fuera Nasralla, deberá nadar contra la corriente de los sectores políticos, económicos y sociales que lo rechazan, ya sea por su inexperiencia o por su alianza con Zelaya. En síntesis, ni siquiera una clarificación sobre el resultado electoral allanará las enormes fracturas que se han manifestado durante las últimas semanas. Y todo esto ocurre en el contexto de una gran inseguridad, arbitrariedad y exclusión.
La primera misión del nuevo mandatario, independientemente de su nombre, debería ser abrir espacios de concertación con sus opositores, gobernar con estricto apego a la institucionalidad democrática y esforzarse por combatir frontalmente la crónica impunidad. La tarea será enormemente difícil, porque se parte de condiciones muy adversas, pero es el único camino para reducir la polarización e introducir elementos de normalidad democrática al ejercicio de la política y el gobierno. Sin estos, los enormes problemas estructurales de Honduras seguirán pendientes, lo cual quiere decir, probablemente, que se agraven.