Una serie de reportajes de la sección deportiva de La Nación, la semana pasada, demostró que, en materia de edificación y mantenimiento de los estadios de fútbol del país, la Ley de Construcciones y su Reglamento son letra muerta. Dadas la plétora de leyes y su inobservancia, lo contrario habría sido una maravillosa sorpresa.
Esta investigación estuvo a cargo de los periodistas José E. Mora y Antonio Mora, guiados, en lo técnico, por Mario Muñoz F., ingeniero estructural, y Carlos Campos A., especialista en arquitectura deportiva. Sus conclusiones constituyen un valioso aporte a la construcción de edificaciones deportivas y, en general, a todas aquellas que, en cualquier orden de la vida nacional, acogen a numerosas personas. Poderosas razones de seguridad exigen un replanteamiento en este campo.
No es la intención de estas investigaciones periodísticas causar pánico o provocar un alejamiento de los aficionados de los estadios, sino reparar en un hecho elemental: si la estructura actual de casi todos los estadios y su deplorable mantenimiento y supervisión producen incertidumbre y desazón, y constituyen un llamado de atención a la responsabilidad de los dirigentes, de los técnicos y de los funcionarios públicos, ¿qué conjeturas no pueden formularse, en estas circunstancias, en un país de alta sismicidad como el nuestro? En esta coyuntura, el peligro radica no solo en las causas materiales, sino, sobre todo, en las psicológicas, que cualquier circunstancia puede desatar.
Las deficiencias e insuficiencias de nuestros estadios son de todo género y magnitud. Los reportajes nos enseñan que no falta ningún motivo de riesgo. Aquellas se resumen en errores evidentes en el diseño, en la construcción y en el mantenimiento estructural o parcial. La supervisión de las municipalidades ha sido en extremo deficiente, como es público y notorio en buena parte de las construcciones del país, y el interés de las juntas directivas de los estadios se orienta al espectáculo y al pago de las planillas. La seguridad de los aficionados ha sido un objetivo secundario. En este punto, no todos los estadios muestran las mismas irregularidades, pues algunos son verdaderas ratoneras. Sin embargo, aun los pertenecientes a los equipos llamados grandes, que reciben el mayor número de aficionados, exhiben fallas preocupantes. En cuanto al Estadio Nacional, baste decir que una comisión técnica recomendó su demolición hace cuatro años.
En síntesis, de acuerdo con los reportajes que comentamos, el aficionado cuenta más como espectador y consumidor que como ser humano. Y quizá tampoco como espectador, dado el lamentable estado de la mayoría de las canchas de los estadios. En vista de estos hechos, es preciso poner manos a la obra antes que ocurra una tragedia, cuya responsabilidad directa recae sobre las empresas constructoras, sobre las juntas directivas y sobre los funcionarios públicos. Así lo estipulan el Código Civil, el Código Penal y la Ley de Administración Pública. Antes que pensar en elevadas contrataciones de jugadores, debe ponerse atención, de inmediato, a los derechos de las personas que concurren a los estadios. Esta es la obligación primaria de los dirigentes y la motivación de nuestros reportajes.