Hace unos años la conveniencia de privatizar empresas y actividades que hoy realiza nuestro sector público, pero que en buena lógica pertenecen a la esfera de la iniciativa privada, era defendida solamente por pensadores de orientación liberal.
Hoy la idea ha calado hasta en más sectores y es apoyada con mayor frecuencia por importantes voceros de la socialdemocracia. ¿A qué se debe ese acuerdo --aún poco estructurado, pero implícito-- entre fuerzas que antes diferían tanto entre sí? A que el déficit del sector público se ha convertido en el principal causante de desequilibrio económico del país, y a que las privatizaciones, además de mejorar la eficiencia de muchas actividades, pueden proporcionar importantes recursos para reducir la deuda interna y, de este modo, el déficit fiscal.
En efecto, la práctica de sistemáticamente gastar más de lo que se recibe por concepto de ingresos tributarios ha hecho que el Gobierno de nuestro país acumule una deuda -interna y externa- muy elevada, cuyo servicio demanda proporciones altísimas del Presupuesto Nacional. Los pagos de intereses han desplazado renglones del gasto público típicos, como son la inversión en salud y enseñanza básica y el mantenimiento mínimo de la infraestructura del país. Y eso lo resiente toda la población. En este contexto, la venta de empresas públicas -como Recope, telecomunicaciones, Instituto Nacional de Seguros y servicios de correo, para citar solo algunas- promete grandes dividendos sociales.
La venta, al mejor postor, de esas y otras instituciones daría al fisco ingresos sanos para aliviar la carga de la deuda interna y dedicar los réditos así ahorrados a propósitos de evidente interés social.
También promete muchos otros beneficios.
La privatización, unida a la apertura de la competencia, hace que las empresas tengan propietarios efectivos, y no simbólicos como hoy, que exijan a los administradores rendición de cuentas periódicas. Esto se traducirá en mayor eficiencia operativa y eso es, precisamente, lo que el contexto internacional, de amplia apertura, exige.
Por lo anterior, conviene que los líderes del país no se limiten a sugerir (pasivamente) un diálogo en torno a la privatización. Es menester oír de ellos propuestas concretas: ¿privatizar cuáles empresas y actividades públicas? Si partiera de ideas específicas, el debate nacional sería más eficaz pues se trata de una área donde es imposible operar con recetas universales.
Las propuestas concretas, entonces, permitirán diseñar esquemas concretos que, caso por caso, ayuden a alcanzar todos los beneficios sociales que la privatización promete y, a la vez, hacer mínimos los costos temporales de los ajustes que necesariamente habrá que efectuar.
En todo caso, el acuerdo que en materia de privatización parece haberse dado entre líderes políticos, empresariales e intelectuales del país es bienvenido y -por ello- procede pasar de los propósitos genéricos a las ideas específicas para, con la celeridad que el contexto demanda, convertir en realidad lo que hoy es solo una buena iniciativa.