El "equilibrio del terror" ha pasado, pero los peligros permanecenHoy hace 50 años, en la mañana del 6 de agosto de 1945, el lanzamiento de la primera bomba atómica sobre Hiroshima, seguida de otra tres días después sobre Nagasaki, marcaron la derrota final del Japón imperial y la conclusión de la Segunda Guerra Mundial, la más cruenta campaña bélica de la historia.
Dichas explosiones, con una potencia destructiva inédita y cuyas implicaciones humanas y éticas son todavía motivo de intensa discusión, fueron también el inicio de una nueva era estratégica y política que habría de prolongarse durante casi medio siglo. La Unión Soviética detonó su versión en 1949 y, a continuación, Estados Unidos completó exitosamente la bomba de hidrógeno, más ominosa que las utilizadas contra Japón. La carrera nuclear, aspecto central de la competencia armamentista en la pugna bipolar, tomó impulso y configuró desde entonces, hasta el colapso soviético en 1991, lo que Winston Churchill acertadamente denominó "el equilibrio del terror".
Dichosamente, Hiroshima y Nagasaki constituyeron instancias únicas, no emuladas en las posteriores décadas llenas de conflictos y luchas armadas alrededor del planeta. De acuerdo con la famosa frase de Churchill, los arsenales atómicos de las superpotencias devinieron en símbolo de lo impensable y de aquello no permisible en una confrontación bélica: una hecatombe nuclear. De hecho, el temor de las superpotencias militares a represalias masivas recíprocas, amén de inhibir el uso de armamentos nucleares cada vez más mortíferos y certeros, impuso cierta disciplina en el sistema internacional. En esta forma, las doctrinas estratégicas de la Guerra Fría impedían que cualquier enfrentamiento entre Estados Unidos y la Unión Soviética escalara al plano atómico.
Aun las provocaciones de Nikita Khruschev en Cuba tenían un límite que ni Washington ni Moscú osaron traspasar.
Precisamente, los tremendos alcances de los modernos explosivos nucleares, presagio de la eliminación de cualquier asomo de vida en el planeta, tornaban su uso en un acto demente y suicida. Y, consecuentemente, su valor estratégico se volvió cuestionable. Las armas atómicas pasaron a ser más un signo de fortuna militar que un instrumento efectivo de disuasión política. Así, el inicial monopolio y posterior hegemonía de Estados Unidos en este campo, contundente hasta mediados de la década de 1950, no impidieron el bloqueo soviético de Berlín ni la agresión comunista en Corea, capítulos donde los intereses norteamericanos fueron seriamente desafiados. Años después, en Vietnam, la abismal superioridad bélica de Estados Unidos --notoria en sus misiles nucleares-- no evitó un descalabro a manos de un gobierno comunista del Tercer Mundo.
Hoy, desaparecida la URSS y, con ella, el contexto mundial de la disuasión recíproca, el riesgo real de una confrontación atómica de dimensiones globales resulta sumamente remoto. No obstante, el poderío nuclear se ha convertido en obsesión de regímenes radicales, proclives a la irresponsabilidad y el chantaje internacionales. La amenaza de una catástrofe ya no proviene de los cohetes soviéticos, sino de dictaduras execrables, como Norcorea, Libia, Irak y Cuba, y de fanáticos antioccidentales, primordialmente Irán y sus clientes terroristas de Levante.
La era nuclear, en su edición de la posguerra fría, debía augurar un vigoroso uso del átomo para fines pacíficos. Desafortunadamente, no es así. Rusia, heredera de la industria militar y los arsenales soviéticos, está empeñada en lucrar del comercio armamentista. Y Estados Unidos aún no ha articulado una política clara y adecuada a la nueva realidad. Hiroshima y Nagasaki: fantasmas de un trágico ayer, presagios de un peligro que no cesa de atormentar a la humanidad.