La masacre de once campesinos indígenas, perpetrada el jueves pasado por el Ejército de Guatemala en un campamento de repatriados al norte del país, ha golpeado duramente el frágil orden institucional de la vecina nación. Aunque voceros castrenses aducen que medió la provocación de elementos asociados a la guerrilla marxista, lo cierto es que, en el mejor de los casos, los militares incurrieron en un abuso de fuerza frente a ciudadanos desarmados. Tales atropellos resultan inaceptables, motivan la condena internacional y socavan a la precaria democracia guatemalteca.
Este trágico episodio se suma a una larga y endémica cadena de violaciones de los derechos fundamentales por parte de las fuerzas armadas. En una época en que los ejércitos de la región han perdido mayormente su razón de ser, y la lógica política y los imperativos de seguridad nacional exigen reducirlos y transformarlos en entes policiales civilistas, la institución castrense guatemalteca sigue empeñada en perpetuar las concepciones y prácticas autoritarias de antaño. Desafortunadamente, los hechos cruentos atribuidos al Ejército agudizan una escalada de violencia que, en palabras de la Procuraduría de los Derechos Humanos, ha puesto al país "a un paso de la anarquía" y amenaza provocar un estallido social.
Ha hecho bien el presidente Ramiro de León Carpio en iniciar un proceso judicial contra los oficiales envueltos en la masacre así como en integrar una comisión especial investigadora y exigir la renuncia del Ministro de Defensa. También entidades no gubernamentales se han abocado a aclarar el cruento suceso. Empero, son pasos mínimos. En un sistema político en el cual el Ejército ejerce una influencia desmedida, como ocurre en Guatemala, los partidos y las organizaciones cívicas deberán velar porque estos esfuerzos no se frustren y desemboquen en la impunidad de los militares responsables de la matanza. Hoy más que nunca la justicia necesita prevalecer contra viento y marea para que Guatemala pueda avanzar por la senda de la legalidad constitucional.
Por desgracia, hay síntomas preocupantes de indiferencia en los cuadros partidistas. Significativamente, apenas dos de los 19 candidatos que se disputarán la Presidencia en los comicios del próximo 12 de noviembre se han referido al trágico episodio. Y es obvio que el temor a la ira del Ejército constituye un factor importante en la presente contienda electoral. Este trasfondo, revelador de la debilidad del andamiaje democrático, nada positivo augura para la acción de la justicia en el penoso caso de los once indígenas asesinados.
El efecto pernicioso del incidente ya es notorio en dos capítulos cruciales del desarrollo institucional guatemalteco. El primero es la repatriación de miles de campesinos, la mayoría indígenas, que huyeron al sur de México a raíz de los enfrentamientos del Ejército con la guerrilla izquierdista durante el decenio anterior. El segundo: el diálogo de paz del Gobierno con la Unidad Revolucionaria Nacional Guatemalteca (URNG) para poner fin al conflicto con el movimiento guerrillero. Desde luego, ambos procesos se han visto adversamente afectados.
El alarmante contexto interno, agravado por dicho incidente, exige un esfuerzo inédito de los principales sectores sociales para forjar un acuerdo patriótico sobre los grandes derroteros nacionales. Solo un pacto de esta naturaleza, seguido de acciones enérgicas, podría contener la barbarie.