Por una reveladora coincidencia, el jueves 16 del pasado mes la Asamblea Legislativa fue escenario de dos decisiones que ponen de manifiesto la ligereza con que, a menudo, los congresistas deciden repartir beneficios o privilegios entre personas o grupos de interés específicos, con criterios casuísticos, debilidad ante las presiones de los interesados, desdén por los criterios técnicos y descuido por el adecuado uso de los recursos públicos.
Ese día, la Comisión Especial Permanente de Turismo dio su aval a un proyecto de ley para destinar $15 millones a readecuar deudas de micro, pequeñas y medianas empresas turísticas, sin definir los criterios que deben aplicarse para seleccionar a los beneficiarios o el tipo de deudas por considerar, ni explicar por qué, desde el punto de vista del interés general, es mejor destinar los fondos a ese fin y no a otros. Según el proyecto –que estuvo a punto de votarse en el plenario–, los recursos saldrían, por partes iguales, del Sistema de Banca para el Desarrollo (SBD) y del presupuesto del Instituto Costarricense de Turismo (ICT). Tanto el gerente de esta institución como dos directivos del SDB cuestionaron la decisión, por imprecisa y distorsionante.
Con diferencia de muy pocas horas y pese al criterio adverso del Departamento de Servicios Técnicos de la Asamblea, el plenario aprobó en primer debate un proyecto para otorgar poco más de 100 placas de taxis a personas que no cumplieron con los requisitos establecidos en un concurso realizado por el Consejo de Transporte Público, al amparo de una ley emitida en el 2000, a la cual se le añadió un transitorio en el 2010, que le abrió un funesto portillo. Aunque el proyecto fue convocado por el Ejecutivo, el viceministro de Transportes dijo desconocerlo, y prefirió no opinar al respecto. Una semana después, los jefes de fracción optaron por consultar la decisión a la Sala Constitucional, antes de seguir adelante.
Ambos casos son ejemplos evidentes de cómo no se debe legislar, y se inscriben en una perniciosa tendencia, reiterada en nuestro Congreso, de otorgar beneficios ad hoc a grupos de interés, con desdén por sus implicaciones institucionales, económicas, legales y hasta presupuestarias.
¿Cómo saber, por ejemplo, que para el desarrollo de la industria turística a pequeña escala es mejor salvar proyectos fallidos –lo que pretende el texto aprobado por la comisión– que destinar fondos a iniciativas bien concebidas y técnicamente analizadas, o a la promoción bien orientada, que aumentará la demanda de servicios? ¿Por qué, cuando el Sistema de Banca para el Desarrollo apenas está comenzando a ejercer funciones, establecer el funesto precedente de dictarle decisiones desde la Asamblea Legislativa y, así, como dijo el directivo Enrique Egloff, convertirlo en una “piñata” abierta a consideraciones de baja política? Si los diputados de la comisión no se plantearon estas preguntas, hicieron muy mal. Si se las plantearon, pero, aun así, decidieron seguir adelante, hicieron peor.
En el caso de las placas de taxis, fuente de eterno manoseo clientelista y acciones reactivas ante las presiones, el nuevo portillo que se ha deseado abrir amplió el creado con el transitorio del 2010, que ya había vulnerado la integridad de la ley aprobada una década antes. Se trata de una distorsión encima de otra, con el agravante de que, como destacó Servicios Técnicos, no tiene base legal alguna. Para empeorar las cosas, los jefes de fracción renunciaron a asumir la responsabilidad de decidir, y, en su lugar, “patearon la bola” hacia la Sala IV: un caso más de subcontratación de su mandato como legisladores.
Al frenarse, por ahora, ambos procesos, hay posibilidades de que puedan neutralizarse. Esperamos que así sea, en resguardo del buen uso de los recursos públicos, de la independencia de los órganos técnicos, de la adecuada implementación de políticas públicas y de la propia integridad de la Asamblea Legislativa.