El Instituto Costarricense de Acueductos y Alcantarillados (AyA) dejará de percibir ¢10.280 millones en el segundo semestre de este año y solo puede culparse a sí mismo por el faltante. Los recursos no son necesarios, dice la Autoridad Reguladora de los Servicios Públicos (Aresep) con vista en los ¢23.000 millones ociosos en las arcas de la institución. La cifra dejada de percibir no causará desequilibrio financiero porque la institución tiene recursos suficientes para cumplir su plan de inversión, afirma Carlos Herrera, intendente de agua en la Aresep.
Según el funcionario, más bien podría hacerse necesaria una devolución de dinero a los usuarios mediante la reducción de tarifas. Serían magníficas noticias si la explicación del superávit no fuera la incapacidad del AyA para ejecutar su presupuesto. En realidad, la noticia es pésima, porque implica la subsistencia de graves y urgentes necesidades insatisfechas.
Al AyA solo le sobra el dinero porque no es capaz de gastarlo para resolver apremiantes problemas de abastecimiento y desagüe. La suma “sobrante” palidece frente a la necesaria para resolver el rezago del alcantarillado. Un estudio reciente indica que el consumidor de 20 metros cúbicos de agua debería pagar entre ¢38.000 y ¢40.000 para costear la infraestructura necesaria.
Semejante costo se aleja tanto de las posibilidades económicas de la población que no es viable, pero, si lo fuera, serviría de poco. AyA no sabe gastar el dinero, aunque las necesidades estén identificadas. Tampoco importa si el dinero es regalado. La Agencia de Cooperación Internacional de Japón (JICA) donó $40 millones para construir la megaplanta de tratamiento de aguas negras Los Tajos, en La Uruca. El proyecto tiene la finalidad de tratar las aguas residuales de un millón de personas radicadas en once cantones del Valle Central, pero los atrasos y complicaciones imputables al AyA plagaron su ejecución desde el primer día.
Solo el 4% de las aguas residuales y negras reciben tratamiento en Costa Rica. A eso se debe la condición de los ríos, especialmente el Tárcoles, y la contaminación de importantes mantos acuíferos, cuya protección es una necesidad estratégica impostergable, pero AyA mostró tanta prisa para recibir el regalo japonés como para gastar los fondos percibidos con los últimos aumentos de tarifas.
Si al problema de alcantarillado se suman la recuperación de cuencas y la ampliación de acueductos, la magnitud de los recursos faltantes apenas se puede imaginar. La quinta etapa del proyecto de expansión del Acueducto Metropolitano, por ejemplo, exigirá contraer un préstamo de $170 millones, cuatro veces la suma “sobrante” en las arcas del AyA. El gasto es necesario para inyectar otros 2,5 metros cúbicos de agua por segundo al acueducto con la intención de garantizar el suministro a más de un millón de personas hasta el 2030.
Las necesidades de suministro se hacen evidentes cada verano, cuando la institución se ve obligada a racionar el agua en diversas comunidades del país.
Mientras tanto, el AyA solo consigue ejecutar el 40% de su presupuesto para inversiones, se da el lujo de perder ingresos de ¢10.280 millones y arriesga un recorte aun mayor si la Aresep reduce las tarifas por falta de ejecución de los recursos recabados.
La institución rechaza la atribución de la subejecución de recursos a la ineficiencia y se la atribuye al cumplimiento de trámites impuestos por ley. La burocracia y sus efectos son de todos conocidos, pero cuesta trabajo creer que afecten la ejecución en un 60%. Por otra parte, episodios como el de la donación japonesa no contribuyen a acreditar la gestión eficiente del AyA.
Sea por las razones que fuere, el dinero “sobrante” en las arcas de la institución ofende a quien contempla tantas necesidades insatisfechas y los efectos de esas deficiencias en la calidad de vida de decenas de miles de costarricenses.