El reconocimiento del carácter crítico y limitado del recurso hídrico se ha incorporado lentamente al debate público, según se difunden informaciones sobre el cambio climático, los efectos del desarrollo urbano en las nacientes de agua, el desperdicio y otros problemas cuyos efectos se manifiestan en los racionamientos y, en algunas zonas, repercuten sobre el desarrollo económico.
El país ha tomado conciencia, en comparación con un pasado no muy lejano, pero ese avance no se traduce en medidas concretas para impulsar el uso responsable del agua. El Instituto Costarricense de Acueductos y Alcantarillados (AyA) está a punto de intentarlo. Un plan quinquenal financiado con $162 millones aportados por el Banco de Desarrollo Alemán y el Banco Interamericano de Desarrollo procurará reducir el desperdicio de agua del 50% al 33%.
El propósito es inobjetable, pero las metas y la inversión requerida para alcanzarlas indican la gravedad del problema, agigantado, como en otros casos, por décadas de inacción. El país cuenta con 230 millones de metros cúbicos de agua al año, pero la mitad se desperdicia por infraestructura deficiente, razones económicas y desviaciones culturales.
Nadie sabe cuántas fugas existen en la vieja red de tuberías subterráneas, pero los expertos coinciden en atribuirles un 41% del desperdicio. Las viejas cañerías se han deteriorado y no tienen el tamaño requerido para satisfacer la demanda actual. La falta de mantenimiento no es exclusiva de la tubería bajo tierra. El diagnóstico del AyA identifica gran cantidad de fugas visibles en campos y ciudades.
La pobreza también estimula el desaprovechamiento del agua. El problema va mucho más allá de la falta de pago del suministro. Las tuberías clandestinas instaladas en los precarios eliminan toda razón para cerrar la llave de paso y toda preocupación por el aprovechamiento óptimo. El tubo puede permanecer abierto porque el agua derramada no cuesta nada.
A la pobreza se suma la cultura de la “viveza”. La alteración de los medidores es un fenómeno habitual en todo el país y existen “especialistas” cuya sofisticación tecnológica permite revertir la medición para contabilizar el consumo al revés. Hay bares, centros de lavado de vehículos, cuarterías y modestos hoteles donde el recibo de agua no es una preocupación. La detección del fraude se dificulta porque AyA trabaja con un catastro de hace casi tres décadas, donde el uso registrado de las propiedades muchas veces no se corresponde con el actual.
Pero cuatro de cada diez medidores, aproximadamente, tampoco son confiables aunque no hayan sido alterados. Los aparatos ya sobrepasaron su vida útil y debieron ser reemplazados. AyA no ha podido hacerlo por falta de recursos, motivo por el cual tampoco ha dado a las tuberías el mantenimiento apropiado.
El reto del agua es formidable y el país todavía está a tiempo de enfrentarlo. El programa del AyA invertirá en la evaluación y sustitución de tuberías y medidores, la actualización de los registros y el incremento de los controles. También es preciso estudiar una solución realista al hurto de agua. Cuando la causa es la pobreza, valdría la pena explorar la adopción de un amplio subsidio aparejado con drásticas sanciones para el incumplimiento. Más que cobrar, el sistema debería ser diseñado para desestimular el desperdicio: un cobro apenas suficiente para ameritar el cierre de la llave cuando el agua no está en uso. Si la causa del hurto es la “viveza”, es preciso aplicar la ley.
Es hora de tomar el problema en serio también a la hora de promover el desarrollo urbano y preservar las nacientes. Hoy gozamos del agua necesaria para seguir adelante con inconvenientes relativamente menores. Hay, sin embargo, una grave responsabilidad frente a generaciones futuras.