El Informe Estado de la Región reveló recientemente la gravedad de la situación de la seguridad ciudadana en el Istmo. Aunque no sea una novedad afirmar que Centroamérica es el lugar más violento del mundo, sino una triste constatación, es necesario ahondar en sus causas y orientar la política pública hacia la consecución de mejores resultados que los logrados hasta ahora.
La Organización Mundial de la Salud (OMS) califica de epidemia una tasa superior a 10 homicidios por cada 100.000 habitantes y el promedio de Latinoamérica es de 16,4. En el área centroamericana, el único país que está por debajo es el nuestro, con un precario 9,7, en el 2011. En el extremo opuesto se encuentra Honduras, que alcanzó su máximo histórico de 86,5, considerado el mayor del planeta.
Según las estadísticas de la Fuerza Pública de Costa Rica, este indicador se redujo en un 18% en el 2012, cuando se produjeron 394 homicidios, 79 menos que el año precedente. El descenso es prometedor, pero todavía debe verse con cauto optimismo. Entre 1997 y 2008 se duplicaron los índices de victimización –el porcentaje de la población que dice haber sufrido algún acto de delincuencia-, y aún estamos lejos de la tasa de 6,1 homicidios por cada 100.000 habitantes que tuvimos en el 2000.
La situación centroamericana sigue siendo explosiva, a pesar de la tregua entre pandillas que consiguió El Salvador en el 2012 y cuyos logros son motivo de discusión actual. De acuerdo con el Estado de la Región, del 2000 al 2011 se contabilizaron 168.000 homicidios en los siete países del área, 87% de los cuales se registraron en Honduras, El Salvador y Guatemala.
En ese periodo, esta zona geográfica se convirtió en el corredor del narcotráfico latinoamericano y acumuló algunos de los problemas más graves de la criminalidad del siglo XXI, como las pandillas juveniles tipo mara. Sin embargo, las políticas públicas que se han puesto en marcha han fracasado y, por el contrario, contribuyeron a criminalizar y marginalizar aún más a los sectores vulnerables de la población.
Durante la década, la proporción de policías por cada 100.000 habitantes creció en un 25% y la población penitenciaria aumentó en un 85%. Honduras, por ejemplo, destina un 17% de su Producto Interno Bruto (PIB) al combate de la delincuencia, con efectos contradictorios.
Para Steven Dudley, investigador de la violencia en Colombia y Guatemala, “pobreza, más debilidad de la justicia, tráfico de drogas y acceso a las armas dan como consecuencia altas tasas de homicidio”. Como se ve, el istmo se ganó todos los números de la rifa, y Costa Rica no está aislada de este contexto.
A estos factores, el Estado de la Región suma un importante catalizador que potencia los otros elementos: la desigualdad. En nuestro país, el empeoramiento de los índices de seguridad ciudadana del último decenio viene aparejado con el aumento de la inequidad y de las brechas sociales en áreas como la educación, la vivienda, la salud y el mercado laboral.
Prueba de lo anterior es que, a pesar de que por primera vez en seis años se redujo la tasa de homicidios, en el 2011, han seguido creciendo delitos como el robo de viviendas y el hurto a personas –casi en un 44%, atribuido al atractivo mercado de los teléfonos celulares-, relacionados con el estilo de vida.
Desde hace tres años, Costa Rica, Nicaragua y Panamá han visto mejorar levemente sus índices de homicidios, gracias al enfoque preventivo y comunitario, la profesionalización de los cuerpos de seguridad y el uso de las nuevas tecnologías, entre otros factores. Los datos son esperanzadores, pero todavía es temprano para considerar que se trata de tendencias a largo plazo.