Lamenta la Policía la imposibilidad de conseguir órdenes de allanamiento oportunas para intervenir en fiestas juveniles donde se dispensa licor a menores de edad. En algunos casos, al ilícito consumo de alcohol se añaden sospechas de prostitución, proxenetismo y tráfico de drogas.
Lamentamos, con la Policía, las dificultades existentes para reprimir esas conductas cuando se producen en recintos privados, pero ese fin, no importa cuán loable sea, difícilmente justifica la renuncia a una garantía tan fundamental como la inviolabilidad del domicilio.
En ausencia de indicios suficientes para justificar el allanamiento, comprobados por un juez, es imposible aceptar, con las excepciones o justificaciones de ley, la invasión de los espacios reservados a la intimidad, aunque los propósitos sean dignos de encomio.
El respeto a los procedimientos y garantías establecidos por la Constitución y las leyes casi siempre puede ser visto como obstáculo a la acción de la justicia. Cuando menos, puede ser caracterizado como una complicación adicional para las difíciles labores de investigación y represión del delito.
La eliminación de la supervisión judicial sobre allanamientos e intervenciones telefónicas, así como el levantamiento de requisitos para la recolección de pruebas, facilitarían la lucha contra el delito, pero también el abuso de poder, el chantaje, el revanchismo y la corrupción.
La ley y sus agentes deben llegar hasta el límite de lo posible para perseguir los ilícitos cometidos en fiestas juveniles, a menudo organizadas con fines de lucro. Los jueces deben emitir órdenes de allanamiento en cuanto les sea demostrada la necesidad de vulnerar, con fines legítimos, los derechos tutelados por la ley, pero siempre habrá posibilidades de transgresión.
La defensa de la juventud no es tarea exclusiva de jueces y policías. La familia debe dar el paso al frente para situarse en primera línea. No muy atrás deben ubicarse los educadores y, con ellos a la vanguardia, la sociedad entera.
“Los papás tienen que involucrarse por completo en las actividades de sus hijos. Yo primero me aseguro de las condiciones en que se realizará la fiesta: si hay un adulto responsable, quién es, quiénes van a ir, la dirección exacta y yo misma voy a dejar a mi hija”, dice la psicóloga Patricia Odio, madre de una adolescente de 14 años. Todas esas previsiones, dijo la profesional consultada por este diario, deben ir acompañadas de una comunicación constante sobre los riesgos, aun cuando los jóvenes crean poder cuidarse solos.
Los educadores tienen también la oportunidad de reforzar el mensaje recibido en la casa y añadirle elementos a partir de su experiencia y conocimientos didácticos. Los programas oficiales diseñados para prevenir la drogadicción y el alcoholismo deben ser desarrollados con entusiasmo. En muchos casos, el colegio sirve de centro de planificación y promoción de las fiestas. Ningún docente puede ignorar su deber de estar atento y brindar información oportuna a padres y autoridades.
La sociedad como un todo comparte la obligación de estar alerta. La llamada del vecino o la alerta del padre de familia enterado de una actividad nociva pueden contribuir a impedir su celebración. No basta con negarle el permiso al hijo. Hay una responsabilidad del adulto frente al conjunto de los menores, aun los desconocidos para él.
Las redes sociales son el medio habitual de convocatoria a las fiestas y “barras libres”. Con mucha frecuencia, los jóvenes las consultan en casa. Enterado por casualidad o por la confianza depositada en él, un solo padre de familia puede prevenir una tragedia. La Nación publicó, en su edición del domingo pasado, teléfonos y direcciones electrónicas adonde hacer llegar informes bajo garantía de anonimato.
Juntos, autoridades, padres, maestros y ciudadanos de buena voluntad pueden constituir un frente formidable para la defensa de la juventud frente a los peligros que la acechan, no obstante las limitaciones impuestas por la ley en salvaguarda de los derechos fundamentales.