La Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH), y con ella todo el sistema que vela por el respeto a los derechos civiles, políticos, económicos, sociales y culturales en nuestro hemisferio, es víctima en estos momentos de un inclemente ataque. El objetivo es reducirla a su mínima expresión, cercenar su autonomía y, de este modo, evitar que continúe fungiendo como lo que debe ser: una entidad robusta, independiente y guiada por principios universales explícitamente aceptados por los países miembros de la Organización de Estados Americanos (OEA), no por los intereses o distorsiones de sus gobiernos.
La ofensiva debe ser frenada de inmediato, y Costa Rica, como en otras oportunidades, debe ponerse en la primera línea de defensa y, también, impulsar el Sistema Interamericano de Derechos Humanos.
La más reciente embestida contra la Comisión, antecesora de la actual, se produjo hace poco más de tres años. Su principal artífice fue Ecuador, pero detrás estaban los demás países latinoamericanos de la llamada Alianza Bolivariana de las Américas (ALBA): Bolivia, Nicaragua y Venezuela. En aquel caso, la razón era claramente identificable: con distintos grados –el más alarmante en Venezuela– todos estos países tienen gobiernos autocráticos, doctrinariamente opuestos al concepto de los derechos humanos como cánones universales que no se detienen ante fronteras, y, por ende, enemigos instintivos y beligerantes de las entidades independientes que los defienden sin compromisos. La CIDH, al igual que la Corte Interamericana de Derechos Humanos, actúa con base en estos principios. Costa Rica asumió entonces el liderazgo frente a los ataques del ALBA en el seno de la OEA, con ejemplar valentía, sentido estratégico y éxito.
Ahora, la embestida proviene de otros gobiernos, que si bien no tienen los mismos ímpetus ideológicos que los mencionados, sí guardan “facturas” contra la Comisión por su abordaje claro y directo de omisiones o violaciones a los derechos humanos. Se trata, principalmente, de Brasil, Colombia, México y Perú, y la principal herramienta que están utilizando es el ahogo económico. De hecho, a menos que se logre aumentar el flujo de recursos, la CIDH no podrá renovar en julio los contratos del 40% de su personal, lo cual reducirá drásticamente su capacidad de acción.
Ciertamente, la crisis no se puede atribuir directamente a los cuatro países mencionados: los problemas financieros de la Comisión vienen de lejos y se originan, esencialmente, en el escaso presupuesto que le destina la OEA, lo cual la obliga a gestionar contribuciones voluntarias directas de los Estados y fundaciones, una fuente permanente de inestabilidad. Sin embargo, sus gobiernos han escalado en las críticas y exigencias de mayor “imparcialidad” (léase docilidad) por parte de la CIDH, y se han constituido en obstáculos para buscar salidas a la coyuntura actual y darle mayor sostenibilidad. Más bien, han presionado por la inacción.
En semanas recientes, la Comisión ha lamentado lo que considera retrocesos en el respeto a los derechos humanos en Brasil, que se suma a otras múltiples observaciones previas; ha criticado el asesinato o desaparición de periodistas en Colombia; ha manifestado preocupación por una condena penal por difamación en Perú; y fue clave en las investigaciones que condujeron a formular severas críticas al gobierno mexicano por el manejo de la matanza de estudiantes en Ayotzinapa. En todos estos casos, y en muchos otros –como la fecundación in vitro en nuestro país–, la Comisión ha hecho lo que le corresponde: revelar y proponer, con total distancia de las partes involucradas. Tratar de limitarla o penalizarla por esto es agredir la institucionalidad de la OEA y sus múltiples órganos, que todos los Estados parte están obligados a respetar. Equivale, simple y llanamente, a una inaceptable vendetta diplomática.
Costa Rica debe ser particularmente escrupulosa no solo en su respeto a lo que haga la Comisión, sino, sobre todo, de lo que resuelva la Corte Interamericana. Pero no debe quedarse aquí. Como tantas veces se ha dicho –y el gobierno actual ha reiterado–, el respeto a la legalidad internacional y a los organismos encargados de impulsarla no solo es un principio básico de nuestra política exterior, sino una trinchera jurídica indispensable para nuestra seguridad nacional e integridad territorial. Defender a la CIDH es respetar estos principios e impulsar estos intereses. Las autoridades deben actuar en consecuencia y, de nuevo, elevar la voz nacional en pro de la Comisión y del Sistema Interamericano de Derechos Humanos.