El magistrado José Manuel Arroyo, vicepresidente de la Corte Suprema de Justicia e integrante de la Sala III (penal), ha formulado un oportuno llamado que atañe a toda la sociedad y debemos atender con inteligencia, serenidad y amplitud de miras. En una entrevista que divulgamos el pasado domingo, nos convocó a repensar las políticas criminales sobre drogas, para abordarlas de manera más comprensiva, focalizarlas en los aspectos más relevantes de su tráfico y consumo, y buscar formas para que disminuya la enorme población penal condenada por la venta de muy pequeñas cantidades.
Aunque Arroyo afirmó que la política antidrogas en Costa Rica “es relativamente exitosa”, a la vez destacó que “las formas típicas del narcomenudeo están llenando las cárceles, que cuentan con escasos y limitados recursos, mientras los contrabandistas y mafiosos están haciendo su trabajo bastante cómodamente”.
Al día siguiente, el fiscal adjunto contra la Delincuencia Organizada, Francisco Fonseca, coincidió con la necesidad del debate. Para él resulta insuficiente la persecución y el establecimiento de sanciones si no se atiende, a la vez, “el origen del problema”, que “pasa por valores, principios y educación”; también, añadimos nosotros, por desajustes sociales, falta de oportunidades, presión de pares, amenazas y la incitación al consumo por parte de los distribuidores.
Ambas declaraciones se produjeron tras la divulgación de un estudio empírico titulado Política criminal y encarcelamiento por delitos de drogas en Costa Rica, según el cual el 20% de la población penitenciaria del país –que se ha venido incrementando sin pausa a lo largo del tiempo– entró a la cárcel por vender drogas, y la inmensa mayoría de ella por pequeñas cantidades, no mayoreo.
Combatir y sancionar el narcomenudeo no debe dejar de ser un importante eje de acción. De hecho, el mayor impacto de las drogas en los barrios y escuelas es producto de su acción. Pero no debe hacerse en detrimento de los recursos necesarios para desarticular las grandes redes; tampoco las penas deben conducir solo a la cárcel. Al contrario, es necesario contemplar opciones alternas, que ayudarían a descongestionar los penales y, a la vez, a aumentar las posibilidades de que los pequeños vendedores puedan reintegrarse a la sociedad. Esto es particularmente importante si tomamos en cuenta que, de acuerdo con el mismo estudio, el 59% de ellos tiene edades entre 18 y 39 años, y una parte son madres que dejan abandonadas a sus familias.
El debate también deberá contemplar cuál puede ser el mejor equilibrio entre las políticas educativas, preventivas, de tratamiento, reinserción y vigilancia, y aquellas enfocadas en el combate y represión de la venta y el tráfico de drogas. Nuestro país nunca ha dejado de actuar en ambos frentes; de aquí que, a pesar de la enorme magnitud del desafío, y de las limitaciones materiales y humanas para enfrentarlo, hasta ahora nuestros resultados hayan sido mejores que los de la mayoría de los países vecinos. Pero no basta con seguir haciendo todo igual. La experiencia indica lo contrario.
Un componente adicional de la discusión, sin duda el más polémico, pero a la vez ineludible, es la conveniencia o no de despenalizar paulatinamente ciertas formas de consumo y comercialización de drogas “blandas”, como la marihuana, mientras, a la vez, se introducen adecuadas regulaciones al respecto. Ya existe una iniciativa legislativa sobre su uso medicinal. Desde este comienzo podrían contemplarse otras opciones.
Sin duda es mucho lo que podemos mejorar en el ajuste de las políticas actuales, y mucho lo que podemos avanzar en la discusión sobre temas de más fondo, especialmente si, como recomienda el magistrado Arroyo, hacemos a un lado las emociones y optamos por el análisis de la evidencia fáctica, la ponderación de las mejores prácticas y un claro sentido de prioridades. Desde esta perspectiva se podrán orientar mejores políticas públicas que, a la vez, repercutan en un país más seguro y con mejor calidad de vida.