El presidente, Luis Guillermo Solís, bajó el tono a sus dramáticas manifestaciones del 11 de abril, cuando advirtió al país de “violentas medidas de ajuste” si la Asamblea Legislativa no aprueba un aumento de impuestos. Las medidas de estabilización incluirían despidos masivos, recortes presupuestarios a programas esenciales –incluida la educación–, congelamiento de salarios y freno a las compras y contrataciones del Estado.
“Es mi deber alertarles de que se acaba el tiempo para impedir una gran crisis financiera del Estado si no controlamos el déficit. La diferencia entre los ingresos y los gastos podría llegar al indeseable momento de seguir el camino al que otros países han tenido que recurrir, a violentas medidas de ajuste con alto costo para las familias y actividades productivas más vulnerables”, dijo aquel día el mandatario.
“Mi gobierno ha hecho todo lo que ha estado a su alcance para reducir los gastos y aumentar los ingresos del Estado, medidas que muestran un importante grado de éxito”, añadió.
Pasados nueve días, el presidente dijo no tener intención de ser alarmista. “Esperamos no llegar ahí. Yo quiero que la gente lo sepa, y lo voy a seguir diciendo, no para amenazar con el cuero del tigre. No lo digo yo, lo dicen los organismos financieros internacionales que han visto la consecuencia de los altos déficits en todo el mundo”.
Pero el mensaje del 11 de abril no puede ser tildado de alarmista. Las medidas y consecuencias extremas ni siquiera dependen del presidente. Serán impuestas por la realidad si el país no rectifica el rumbo y se empeña, con seriedad y equilibrio, en encontrar una solución para el problema fiscal. Vamos hacia el despeñadero y no se le puede objetar al mandatario hacer las advertencias del caso.
El diagnóstico presidencial y la previsión de consecuencias son certeros. El problema es el desequilibrio de la solución propuesta. El mandatario insiste en resolver la situación fiscal mediante el aumento de impuestos y deja de lado la otra parte de la ecuación: el gasto público. Ese capítulo está cerrado, ni se discute, porque el gobierno “ha hecho todo lo que ha estado a su alcance para reducir los gastos”. No es cierto. La administración Solís ha aumentado imprudentemente el gasto público y poco ha hecho para enfrentar siquiera uno de sus muchos disparadores.
Cuando al gobierno se le pregunta por los esfuerzos para reducir el gasto, pese a los incontestables números del presupuesto nacional, siempre tiene a flor de labios las tímidas y lentas renegociaciones de un puñado de convenciones colectivas. Es una gestión necesaria y debería ser mucho más profunda, pero sus beneficios son limitados. Ciertamente palidecen frente a los ¢600.000 millones esperados con el aumento de impuestos. ¿Hay, entonces, equilibrio en los esfuerzos desplegados para enfrentar los dos factores de la ecuación fiscal?
Tan fácil, o difícil, es impulsar un aumento de impuestos como insistir en las medidas necesarias para controlar el gasto, pero el discurso del gobierno va en un solo sentido y profundiza el empate político que obstaculiza las soluciones. Entonces, el cuero del tigre aparece amenazante y se habla, por ejemplo, de congelar salarios.
Pero Édgar Ayales, exministro de Hacienda, afirma que el congelamiento de los aumentos semestrales apenas generaría ahorro. “Mucho más significativo sería reducir a la mitad el incremento anual de entre el 7% y el 8% planeado para las remuneraciones. Eso representaría ¢100.000 millones de ahorro en un año completo. No creo posible reducir el incremento salarial a cero, por restricciones legales”, afirmó.
Sin embargo, la administración prefiere agitar el cuero del tigre, conociendo la imposibilidad de concretar la medida extrema, antes de plantear un ajuste estructural de las remuneraciones, perfectamente practicable si existe la voluntad política y mucho más significativo para las finanzas públicas, especialmente a largo plazo.