El impacto del acoso cibernético en sus víctimas, en especial las menores de edad, puede ser devastador. Si no lleva al suicidio, como ha ocurrido en otros países, deja marcas indelebles en la psicología de la víctima. Es un crimen y merece el castigo correspondiente.
El fenómeno ya no nos es ajeno. Cobardes de toda especie y edad aprovechan la impunidad imperante para administrar perfiles en Facebook y otras páginas de la Internet con el expreso propósito de asesinar moralmente al prójimo. Para más desgracia, la mayoría de las víctimas son adolescentes, todavía matriculadas en los colegios. La madre de una de ellas dice saber de jovencitas que se encierran en la casa y pasan las horas sumidas en el llanto. Esa ya es una tragedia, pero pronto habrá consecuencias peores.
Urge, entonces, la aprobación del proyecto de ley impulsado por la Fundación Paniamor para penar la violencia y el acoso tecnológico contra menores de edad. El Gobierno ha hecho bien al convocarlo para conocimiento de la Asamblea Legislativa en sesiones extraordinarias. La propuesta tipifica el acoso, la suplantación de identidad y la difusión de pornografía infantil.
Paniamor, por la naturaleza de sus nobles propósitos, centra la atención en la protección de la niñez y la adolescencia. Poco cuesta, sin embargo, extender el beneficio a la ciudadanía en general. Si bien las consecuencias más graves de estos crímenes se dan entre los jóvenes, nadie debe estar expuesto a tan deleznables agresiones.
Las penas deben ser severas y, cuando la víctima es un niño o adolescente, su edad debe operar como agravante. La naturaleza del delito, del cual el autor no deriva más que el placer malsano de vilipendiar al prójimo, permite albergar la esperanza de inhibir a los delincuentes si el riesgo del castigo es importante. Con ese fin, no basta la promulgación de la ley. Es preciso fortalecer la sección del Organismo de Investigación Judicial dedicada a los asuntos informáticos. El rigor de la pena debe ir acompañado de una alta probabilidad de su aplicación.
Desafortunadamente, en buena parte de los casos los victimarios también serán jóvenes. Eso no debe impedir la aplicación del castigo. El daño causado a las víctimas, de la misma edad, no puede ser tolerado. En este momento, Facebook contiene páginas como “Basureando chiviz”, donde el administrador invita a “molestar a los bastardos” cuyas fotos sube sin permiso a la red, según informó este diario ayer.
Los ataques son, por lo general, de tono homofóbico, racista o clasista y se ensañan con los más débiles. Enjuician la conducta o apariencia física de las víctimas, las someten a burlas y divulgan sus supuestos hábitos sexuales. Las chicas son tratadas de “zorras” y a una de ellas se le atribuyen mil embarazos y el mismo número de abortos.
El rechazo hacia la víctima creado en el ciberespacio se traslada al mundo físico en un santiamén. En el colegio o los círculos sociales, la persona sufre agresiones basadas en los mismos infundios. El acoso y el matonismo en los centros educativos es un problema de siempre, pero la Internet lo potencia y alimenta, y lo convierte en una agresión de la cual no hay escapatoria, siquiera por unas horas al día.
El Ministerio de Educación ya se adelantó a promulgar protocolos para lidiar con el problema en las aulas. La iniciativa incluye el tema digital y va de la mano con esfuerzos educativos para crear conciencia entre los jóvenes sobre la crueldad y sus consecuencias. Los docentes harán un gran servicio al país, a sus alumnos y aun a los victimarios si se toman la tarea en serio, como sin duda ocurrirá.