Si algún país posee la mezcla de experiencia y autoridad ética ante los flujos de migrantes y refugiados que impactan distintas zonas del mundo, ese es Costa Rica. Pero nuestros recursos para atenderlos son muy limitados y el entorno sumamente desafiante. Por esto, nuestras acciones deben ser muy bien pensadas y articuladas, y nunca perder de vista que, en el fondo, debemos atender una acumulación de dramas humanos con respeto y solidaridad.
Durante el apogeo de la crisis centroamericana, en la segunda mitad de la década de 1980, dimos abrigo a miles de refugiados que huían de la violencia y persecución en los países vecinos. También comenzó entonces un flujo migratorio desde Nicaragua que, con imperfecciones y muestras aisladas de reprensible intransigencia, se ha manejado con apertura, sensibilidad y, sin duda, beneficios para el país.
La magnitud de la migración socioeconómica centroamericana se ha reducido, pero se ha acrecentado la llegada de refugiados, sobre todo de Guatemala, Honduras y El Salvador, ante el riesgo de las pandillas, el narcotráfico y la delincuencia organizada en general. Según datos del Alto Comisionado de las Naciones Unidas para Refugiados (Acnur), que realiza una admirable labor en nuestro país, actualmente residen alrededor de 3.800 personas en condición de refugiadas (de múltiples nacionalidades, pero la mayoría centroamericanas) y el número de solicitudes ha llegado, en el curso del año, a 4.500, una cifra sin precedentes en más de tres décadas.
Es decir, Costa Rica ha sido, y sin duda seguirá siendo, un país de destino en los flujos migratorios regionales, por su ventajosa situación política, económica y social en relación con otros países, y por la voluntad oficial de actuar con respeto a los derechos humanos y los compromisos internacionales.
A lo anterior se ha añadido, con particular intensidad desde la segunda mitad del 2015, el tránsito masivo de otros excluidos económicos y políticos que ingresan a nuestro territorio en ruta hacia el destino añorado: Estados Unidos. Primero se produjo la crisis de migrantes cubanos, que en su punto crítico, a comienzos de este año, concentró a 8.000 personas. Fue una verdadera crisis, con matices políticos y tensiones con el régimen de Daniel Ortega, pero finalmente logró solventarse gracias a un buen manejo de nuestras autoridades y a la disposición estadounidense de facilitar el arribo y acogida de los isleños, que gozan de un estatus migratorio especial en ese país.
El flujo de cubanos no ha cesado del todo, pero ha perdido su carácter masivo, que ahora corresponde a haitianos, africanos y asiáticos, la mayoría de ellos provenientes de Brasil. Según cálculos oficiales, en los últimos cinco meses han ingresado 10.900 migrantes de estas nacionalidades. El número, las diferencias culturales, su lejanía de las redes de apoyo familiares y la incertidumbre sobre su posible ingreso y permanencia en Estados Unidos, hace que el manejo de este flujo sea mucho más complicado que el de los cubanos. Quizá, la reciente decisión estadounidenses de incrementar la deportación de haitianos ilegales desestimule el flujo; esta es la esperanza gubernamental. Sin embargo, aunque llegara a ocurrir, en lo inmediato incrementará la incertidumbre y desesperación de los que están en Costa Rica y otros países; también, probablemente, su deseo de permanecer aquí.
Como dijo el presidente, Luis Guillermo Solís, en su discurso del lunes 19 en la Reunión de Alto Nivel de las Naciones Unidas sobre Movimientos Masivos de Refugiados y Migrantes, “todos tenemos la obligación moral de aportar, proporcionalmente, a la solución” del fenómeno, y asumir responsabilidades “que respondan a las capacidades y recursos que se tengan”. Costa Rica, históricamente, ha asumido esas responsabilidades, y debemos sentirnos complacidos de seguir haciéndolo, aunque sea con errores, tensiones y escasez.
A la vez, debemos insistir mucho más para que otros países y organizaciones asuman las suyas, entre las cuales están el financiamiento y la coordinación. Esto último ha sido en extremo difícil en Centroamérica, y sin duda ha incrementado el peso del fenómeno en nuestro territorio. La magnitud de las crisis de migrantes y refugiados en otras zonas del mundo, por su parte, ha reducido la capacidad internacional de atender la que sucede en la nuestra.
Nada de lo anterior debe conducir a la parálisis o el rechazo ad portas de quienes huyen de situaciones desesperadas. Lo que se impone es un trabajo diplomático cada vez más intenso para atender las dimensiones extraterritoriales e incrementar la cooperación internacional, y una mejora en los procesos internos de atención y gestión migratoria; también, en la sensibilización ciudadana. El reto no desaparecerá a corto plazo, pero precisamente por esto debemos desarrollar las mejores estrategias posibles frente a él. Y el valor que siempre deberá prevalecer al aplicarlas es el respeto a la dignidad humana.