En pocos meses, el nuevo Papa, Jorge Bergoglio, se ha convertido en el símbolo de la lenta y necesaria transformación que se lleva a cabo en el corazón de la Iglesia católica. Los primeros 100 días de Francisco coincidieron con el destape del más reciente escándalo de corrupción en el Instituto para las Obras de Religión (IOR) o banco del Vaticano e ilustra la complejidad de los desafíos que enfrenta el sucesor de Benedicto XVI.
El arresto del llamado Monseñor 500 , el sacerdote italiano Nuncio Scarano, acusado de querer introducir a su país 20 millones de euros en efectivo, en un avión privado, y su suspensión como contador en jefe de la Administración del Patrimonio de la Sede Apostólica, no empañan el inicio del pontificado sino que auguran un cambio de rumbo en la dirección correcta.
El estilo del Papa argentino, al contrario de su predecesor, ha sido calificado como suave en las palabras pero contundente y decisivo en los hechos. Bergoglio es carismático y directo, conoce el significado de las imágenes simbólicas y, en tiempos mediáticos, la importancia de predicar con el ejemplo.
Dos días antes de la caída de Scarano, que había sido investigado durante meses por la Policía Fiscal de Italia, Francisco creó una comisión de alto nivel para investigar el IOR y hacer que “los principios del evangelio impregnen también las actividades de carácter económico y financiero”, como declaró. La detención de Monseñor 500 puso en su justa dimensión el acto del Papa y su deseo de lanzar una operación de limpieza que impida que el Vaticano siga siendo una tapadera para la legitimación de capitales y los negocios turbios.
La promesa de la Santa Sede de colaborar con las autoridades civiles en el caso Scarano y su extensa red de influencias, así como la inmediata renuncia del director y del vicedirector del IOR, Paolo Cipriani y Massimo Tulli, respectivamente, representan un giro histórico en la política financiera de la Iglesia, la cual siempre se ha escudado en la independencia del Estado del Vaticano y se había negado a cualquier inspección o auditoría externa.
El reciente capítulo en la larga lista de escándalos del IOR demuestra que “la procesión va por dentro”, pero también que el Papa está consciente y decidido a asumir el liderazgo que le corresponde. En este sentido, los pequeños gestos que lo acompañan desde el principio de su pontificado son elocuentes.
Su estilo de vida austero y su rechazo a parecer “un Papa del Renacimiento”, rodeado de lujos, se orientan hacia el mismo mensaje: “Deseo una iglesia pobre y para los pobres que salga de los palacios y vaya a los barrios marginales”, como dijo desde la primera hora, en un tono innegablemente latinoamericano, que despertó una corriente de renovación y empatía entre los fieles católicos.
Sin embargo, el hecho de no habitar en el Palacio Apostólico, haber reducido la escolta o renunciar a sus vacaciones principescas en Castel Gandolfo, tienen un significado más profundo. No solo le permite permanecer en contacto con la realidad de la Iglesia y de la calle, y seguir siendo un hombre de su tiempo, sino evitar sentirse excesivamente “vigilado y controlado”, como declaró el cardenal arzobispo de Sidney, George Pell, uno de sus ocho consejeros principales.
Al mismo tiempo, Francisco anunció una “mega reorganización” de la Curia romana, que responde a su deseo de una iglesia más transparente, unida y ágil ante los reclamos y esperanzas de los fieles del siglo XXI. Como expresó el mismo Papa, en una carta a la Conferencia Episcopal Argentina, “una iglesia que no sale, se enferma, en la atmósfera viciada de su encierro”.
En el 2005, el antiguo arzobispo de Buenos Aires escribió en su libro Corrupción y pecado que “No hay nada peor que la corrupción de lo mejor. Esto puede aplicarse a la corrupción de las personas consagradas”. Ocho años después, estas palabras cobran vida en el inmenso desafío que tiene por delante.