Pocos años atrás, vigente aún la Guerra Fría, la violencia política predominante en el planeta derivaba de los conflictos de "baja intensidad", así llamados porque no enfrentaban directamente a las superpotencias nucleares. Eran, por decirlo así, luchas a través de representantes en las cuales el impulso expansivo de la doctrina Brezhnev era contrarrestado por los movimientos de resistencia al comunismo que auspició Ronald Reagan. El terrorismo jugó entonces un papel subordinado a los objetivos antioccidentales de la URSS. Bajo el patrocinio de Moscú, y con la ayuda de Fidel Castro y Yasser Arafat, a partir de 1966 surgió la red mundial del terror, un heterogéneo conglomerado de núcleos radicales cuyo común denominador eran un cruento extremismo y el odio a los valores democráticos.
No faltaron en aquella época confrontaciones étnicas ni excesos conexos a ellas. Pero, con todo, la pugna este-oeste impuso cierta disciplina que impidió el incremento de los focos de inestabilidad a niveles capaces de involucrar a Estados Unidos y la Unión Soviética en una guerra de ominosas consecuencias. De igual manera, durante largo tiempo el terrorismo estuvo dominado mayormente por los problemas de Levante, aunque en los años 80 cobró especial ímpetu en el oeste debido a la alianza estratégica forjada con el crimen organizado, en particular el narcotráfico.
Dicho consorcio persiste. Sin embargo, y más allá de la desaparición de la URSS en 1991 y la consecuente liquidación de la Guerra Fría, la violencia social ha crecido. Así, el terrorismo, otrora coto de un reducido elenco de exóticos movimientos, experimentó una temible metamorfosis: toda suerte de grupos e individuos, muchos de apariencia inocua, han adoptado sus métodos extremos para reivindicar una amplia gama de creencias. Los efectos del cambio están a la vista. En el pasado, el seudoevangelista Jim Jones condujo a centenares de sus seguidores a un suicidio colectivo en Guyana. Hoy, los integrantes de extraños cultos, en vez de autoinmolarse, asesinan a multitudes en forma indiscriminada. Porque, lamentablemente, el terrorismo se ha expandido y globalizado y, con él, el homicidio masivo como supuesto mensaje político ha alcanzado un auge inédito.
Hechos de esta naturaleza ya no ocurren únicamente en remotas regiones ajenas a la civilización occidental sino en el corazón mismo de los países más avanzados. ?A qué obedece la espiral de barbarie? Dada la complejidad del fenómeno, es lógico que el tema provoque polémicas y no limitadas al terrorismo. Al fin de cuentas, la escalada de violencia social posee numerosas manifestaciones que van desde la delincuencia común hasta el desenfreno producto de la intolerancia política, étnica o religiosa.
En cualquier caso, pareciera existir consenso en que la pérdida de valores fundamentales en las sociedades modernas y, en menor grado, el novedoso universo informativo constituyen causas importantes de la actual turbulencia.
Lo sucedido la semana pasada en Oklahoma corroboró la tremenda crisis moral que agobia al mundo. Y la facilidad con que los responsables del horrendo episodio elaboraron explosivos de tal calibre revela un ángulo preocupante en la revolución de las comunicaciones. No sobra recordar que hace algunos años, en Estados Unidos, un jovencito ganó un concurso científico para escolares diseñando una bomba atómica. A la luz de este trasfondo, debería resultar obvio que solo un esfuerzo denodado del campo democrático por dotar a la educación de los valores venidos a menos, podría rescatar a la humanidad de una extinción violenta.