Turquía tiene inmensa importancia estratégica. Su ubicación geográfica y su composición pluriétnica, que incluye a los perseguidos kurdos, explican su papel crucial en los conflictos que azotan el Cercano Oriente, Noráfrica e incluso Europa, como quedó demostrado en el momento más difícil de la crisis de refugiados.
Aparejado a esta preeminencia viene el sufrimiento por el embate del terrorismo autóctono y el que emana de Siria e Irak. No pasa una semana sin un atentado terrorista, pero la festividad de Año Nuevo fue particularmente sangrienta. El 1.° de enero por la madrugada, una multitud de jóvenes participaba en las celebraciones en un club nocturno de Estambul cuando un pistolero irrumpió en el sitio y disparó contra ellos. Previamente habían enfrentado a los encargados de seguridad en la entrada del local.
Los investigadores atribuyeron el atentado y sus docenas de víctimas al Estado Islámico (EI) que había amenazado con perpetrar ataques en los días festivos. La matanza fue el segundo golpe terrorista en dos semanas. Sin embargo, otros grupos han reclamado la autoría de la masacre.
Existe una indudable tensión entre las inclinaciones occidentales de buena parte de la sociedad turca y el conservadurismo de los sectores menos tolerantes. Las fiestas de fin de año y la pertinencia de su celebración en un país musulmán es objeto de debate en Turquía. El ataque contra el club nocturno constituyó, también, un golpe contra la nación cosmopolita y abierta que buena parte de Turquía aspira a ser. Entre los asesinados hay un número importante de extranjeros y nacionales con estilos de vida próximos al occidental.
Al mismo tiempo, el país se ha ido deslizando hacia el autoritarismo de la mano del presidente Recep Tayyip Erdogan, quien se proclama demócrata pero no ha titubeado en aplicar mano dura contra la prensa y sus opositores, especialmente después del golpe militar liquidado en menos de un día en julio.
Erdogan culpó a los seguidores de un intelectual islamista moderado con quien tuvo amistad, Fethullah Gülen, asilado en Estados Unidos, y desató una vasta “purga” de las fuerzas armadas, la Policía y la administración civil. El impulso continúa sin merma contra quienes el régimen acusa de traición.
Las prisiones se desbordan con detenidos provenientes de la burocracia estatal y las Fuerzas Armadas. Con el pretexto del frustrado golpe, nada ni nadie desobedece las órdenes de encarcelar a intelectuales, estudiantes y religiosos. El presidente no perdona ni un asomo de rebeldía. Si no, que lo digan los 40.000 exfuncionarios encarcelados.
En ese marco de desasosiego se producen los atentados del terrorismo, ejecutados sin pausa por diversas agrupaciones. Una sociedad anclada en semejantes prácticas represivas está mal equipada para enfrentar el terrorismo con eficacia. Tampoco podrá encarar sus tensiones y contradicciones culturales.
El presidente, sin embargo, parece empeñado en aprovechar los atentados para unificar a la nación que sus políticas de mano dura contribuyen a dividir. El llamado a la unidad, por supuesto, parte de una clara intención de incrementar el poder del mandatario como elemento indispensable de la lucha contra el terrorismo.
El gobernante ha desplegado, sin éxito, intensas campañas para que la Unión Europea acepte a Turquía como miembro, pero el país sí participa de la OTAN y le facilita instalaciones militares. Occidente no puede ser indiferente al derrotero de un aliado tan importante, pero Erdogan, pretendiendo dureza, engendra su propia debilidad, exacerba los conflictos internos y merma las capacidades del país frente a sus temibles enemigos.