El 12 de diciembre, en la madrugada, el Congreso Nacional de Honduras destituyó a cuatro de los cinco magistrados integrantes de la Sala de lo Constitucional de la Corte Suprema de Justicia. La actuación legislativa tuvo como telón de fondo las críticas del presidente Porfirio Lobo a los fallos de los magistrados, en especial la declaratoria de inconstitucionalidad de las pruebas de confianza aplicadas para sanear la Policía Nacional.
Tras la polémica sentencia, el Congreso decidió iniciar una investigación de lo actuado. Finalizado el proceso, reprochó a los altos jueces haber fallado sobre el decreto de las pruebas de confianza dos días después de su vencimiento, el 25 de noviembre. El presidente del parlamento, Juan Hernández, aseguró que el fallo de los magistrados “es prácticamente una conspiración” y la destitución consiguió el apoyo de 97 de los 128 integrantes del poder legislativo.
El caso de las pruebas de confianza no marca el único enfrentamiento del presidente Lobo con la Sala de lo Constitucional. Otras actuaciones de los magistrados suscitaron sus críticas y la debilidad del fundamento de las destituciones sugiere la preexistencia de razones para un ajuste de cuentas.
La vulneración del principio de independencia de los jueces y el de separación de poderes no puede ser más obvia. Es poco el parecido con lo ocurrido en nuestro país hace semanas, cuando la Asamblea Legislativa decidió no reelegir al magistrado Fernando Cruz. Los acontecimientos de Honduras son mucho más graves y obvios. Se trata de una destitución masiva, claramente atribuida al contenido de una sentencia y no vinculada a la finalización del plazo de nombramiento de los destituidos.
La diferencia en el grado de gravedad de una y otra actuación, sin embargo, no impide reconocer la violación de los mismos principios. Los jueces no deben ser destituidos, ni su reelección debe ser denegada, por el mero contenido de sus fallos. Solo las razones de probidad y diligencia en el ejercicio del cargo pueden dar pie a la interrupción de los nombramientos. En otras circunstancias no hay posibilidad de independencia judicial y sin ella se debilita el Estado de Derecho y el gobierno democrático.
Lo dicho es especialmente cierto en el caso de las salas constitucionales, como lo reconoció la Corte Interamericana de Derechos Humanos en sentencia del 31 de enero de 2001 (Magistrados del Tribunal Constitucional vs. Perú). Es “...necesario que se garantice la de cualquier juez en un Estado de Derecho y, en la del juez constitucional en razón de la naturaleza de asuntos sometidos a su conocimiento”, declaró el alto tribunal.
Los fallos de la Sala de lo Constitucional de El Salvador también le granjearon la antipatía de partidos políticos representados en el Congreso, lo cual desembocó, a mediados de año, en una grave crisis institucional. Los magistrados declararon la inconstitucionalidad de la elección de otros integrantes de la Corte Suprema de Justicia y el fallo les valió un fuerte enfrentamiento con el Ejecutivo y el Congreso, donde también hubo amenazas de destitución.
Ahora, en un manifiesto de solidaridad con sus colegas de Honduras, los magistrados salvadoreños hacen referencia a la reciente historia de su país, pero no dejan de mencionar lo ocurrido en Costa Rica con el magistrado Cruz.
Nuestra nación y su consolidada tradición democrática no merecen estar en la lista de antecedentes, no importa las obvias diferencias entre los casos citados. Por esa razón, entre muchas otras, nuestra Asamblea Legislativa debe ser particularmente escrupulosa en el futuro.