El bum de la piña, que convirtió a Costa Rica en el primer productor mundial, hizo que la fruta pasara de representar un 2% del total de nuestras exportaciones, en el 2000, a un 7,3%, el año pasado. Este crecimiento vertiginoso se logró a expensas de las buenas prácticas agrícolas, como reconoce la misma industria, que desde entonces ha intentado acercarse a un modelo de sostenibilidad ambiental y social.
Según afirmó el titular del Ministerio de Ambiente y Energía (Minae), Édgar Gutiérrez: “Creo que han aprendido la lección por la línea dura; estar enfrentados a las comunidades no es cosa fácil, aunque también es cierto que un grupo de empresas sigue en dirección contraria”.
El auge de la fruta dorada también dejó al descubierto los vacíos en la legislación ambiental y, sobre todo, la incapacidad e ineficiencia del Estado costarricense para hacerle frente a este tipo de faltas. Un reportaje de La Nación reveló que, por ausencia de recursos, el Tribunal Ambiental Administrativo (TAA) puede tardar años en determinar si una naciente de agua está contaminada, pero el caso no se lleva a juicio porque el país carece de un mecanismo de cuantificación de costos que sustente la reclamación pública.
La incompetencia estatal, calificada como “inaudita” por el ministro Gutiérrez, ha impedido el cobro a una piñera que contaminó el acuífero de El Cairo, en Siquirres, hace seis años, y que afectó a una población de 6.000 personas. Solo en costos de acarreo de agua potable, en cisternas, el Instituto Costarricense de Acueductos y Alcantarillados (AyA) ha gastado ¢430 millones durante este periodo.
Más allá de este caso particular, las limitaciones del Estado costarricense para evaluar y sancionar el impacto ambiental de la actividad productiva, de forma expedita, crean una desventaja para las empresas que quieren hacer bien las cosas, poniéndose a derecho, y a la larga lesionan gravemente el interés público.
En la actualidad, menos del 10% de las productoras de piña son investigadas por el TAA y son objeto de un proceso de inspecciones. El sistema, obstruido por la cantidad de denuncias, está lejos de ser funcional. El director del organismo, José Lino Chaves, admite que cada abogado de la entidad atiende 750 expedientes, y un juez, más de 1.000. Ante este panorama, no es sorprendente que haya empresas que continúen con medidas cautelares después de diez años, y que algunos productores se quejen de “persecución” y de que “pagan justos por pecadores”.
Es necesario abogar, una vez más, por que los controles del Estado sean transparentes, proporcionales y asertivos, y se conviertan en políticas de estímulo a las buenas prácticas medioambientales. No tiene sentido estigmatizar a un sector productivo como el de la piña, del que dependen 27.000 empleos directos y más de 100.000 indirectos, sino acompañarlo en la adopción de nuevas tecnologías que garanticen altos estándares de calidad y un modelo de gestión responsable con las condiciones ambientales, sociales y laborales.
Para un país como el nuestro, que depende de la diversificación de su oferta exportable, el desafío está en cuantificar el impacto ambiental de la producción y mitigar sus efectos gracias a la investigación permanente y el control de calidad. Con este objetivo, el Minae y la Cámara Nacional de Productores y Exportadores de Piña (Canapep) pondrán en práctica, este año, la Plataforma Nacional para la Producción y Comercio Responsable de Piña (2014-2017).
Sin embargo, al lado de este proyecto, Costa Rica debe modernizar su legislación, y dotar de instrumentos y recursos necesarios a las instituciones fitosanitarias y ambientales que actúan en la regulación de la actividad productiva.