Siria concita hoy pasiones sectarias que evocan las que varias veces destruyeron al Viejo Continente, así como los antagonismos entre el Norte y el Sur de Corea, el Norte y el Sur de Vietnam, la vieja Yugoslavia y una larga lista de conflictos alrededor del globo. Ahora, los dogmatismos y rivalidades de la antigua colonia francesa emergen con nueva fuerza y arrastran odios más recientes, que ahogan las esperanzas de un pronto viraje hacia la modernidad y la democracia.
El despotismo de los Assad, fundado en 1970 por el ya fallecido padre Hafiz y reafirmado por el hijo Bashar, que hoy gobierna, logró por muchos años reprimir todo asomo de democracia con una intensidad sanguinaria sin par. La clave para la supervivencia de la dictadura siria es una extraña habilidad para saltarse las vallas ideológicas del mundo bipolar y, por supuesto, las sectarias que afloraron al paso de las fisuras del viejo régimen.
Hoy, las fuerzas insurgentes han logrado ocupar zonas importantes del territorio sirio. Irán y Rusia han suplido armas a la dictadura y sus huestes, en tanto los rebeldes han dependido de potencias europeas. Estados Unidos les ha prometido repetidamente aportes de armamento pero, hasta la fecha, se ha limitado a proveer material accesorio.
Un sorpresivo golpe a la colaboración de Gran Bretaña se produjo el jueves último, cuando el Parlamento le negó al Ejecutivo la potestad de participar en un ataque aéreo liderado por Estados Unidos en represalia por el supuesto uso de armas químicas por el régimen de Assad. Este giro fue una severa advertencia a otros gobiernos que proyectaban colaborar con la acción aérea. Incluso en Estados Unidos, que planea liderar el ataque con misiles lanzados desde sus navíos en el Mediterráneo contra blancos poco vitales, las encuestas han mostrado la aversión aplastante de la ciudadanía a involucrarse en otra guerra en Levante.
Es indudable que el fantasma de Irak pesa severamente en el criterio de las mayorías. En el 2003, la campaña militar de Estados Unidos fue justificada con base en “pruebas inconfundibles” de que Saddam Hussein, el dictador iraquí, poseía armas de destrucción masiva. Ese cuadro inspiró confianza en el público que, en general, apoyó la intervención militar. Otro, sin embargo, fue el posterior dictamen de expertos serios y respetables sobre el tema de las armas.
Al cabo de los meses, tras la caída de Saddam y con la ocupación norteamericana en Irak, la dura verdad de la inexistencia de las temidas armas adquirió otras dimensiones. Un aire de engaño oficial llegó a prevalecer con una intensidad que perdura hasta la fecha. Miles de millones de dólares que hubieran podido mejorar la vida de tantos ciudadanos se esfumaron en la guerra y la ocupación militar.
Ahora, el presidente Barack Obama insiste en la solidez de la inteligencia militar como base de una acción aérea precisa, que no conllevaría desembarcos de tropas ni marinos y cuyo limitado objetivo sería darle una lección a Assad.
Es innegable que el voto parlamentario británico ha asestado un severo revés al gobierno estadounidense. Todavía habrá que ver sus repercusiones más amplias en Estados Unidos y también en Francia, que se mantiene firme en la tesis de un ataque aéreo con cohetes, sin tropas en el territorio sirio. El curso de los acontecimientos dará respuesta a este acertijo.