La imagen plácida de playas y carnavales que Brasil ha cultivado mundialmente ha debido ceder a las inmensas manifestaciones públicas que desde hace dos semanas ocupan las principales vías de más de ochenta ciudades en todo el país. Concentraciones que se iniciaron modestamente para protestar por el incremento en los boletos del transporte urbano, crecieron a un millón de participantes en toda la nación.
El ahora multitudinario movimiento de protesta ha respondido a convocatorias espontáneas por medio de las redes sociales. Asimismo, las demandas ya se desvinculan del aumento tarifario, que fue revocado. Ahora los planteamientos se extienden a quejas por la corrupción oficial, la continua desmejora en la infraestructura nacional y los servicios públicos de toda índole, en especial la salud y la educación.
Tales quejas han surgido con frecuencia en otros países suramericanos, como Argentina, Ecuador y Venezuela. Sin embargo, Brasil resultó una sorpresa para destacados analistas y medios internacionales que, hasta hace muy poco, lo calificaban como una “superpotencia”. Ese optimismo derivaba en parte de los resultados económicos registrados hasta hace pocos años (en el 2010 el crecimiento anual del PIB todavía fue de 7,5 %). Cifras más recientes han sido mucho menos sensacionales. Algunos estiman en un 0,9% la correspondiente al 2012.
También debe reconocerse la adopción, en años recientes, de programas innovadores para el mejoramiento social. Cabe recordar la iniciativa de Bolsa Familia, adoptada en el 2003, que conlleva la transferencia de dinero a la madre de familia condicionada al cumplimiento de metas educativas de sus hijos. La fórmula permitió sacar a millones de personas de la pobreza. Hoy es parte de las políticas de numerosos países alrededor del mundo.
En lo que respecta a los “indignados” de las protestas, el diario argentino La Nación , en su edición del viernes último, ofrece una descripción de primera mano de quiénes son. “La generación de indignados en las calles de Río de Janeiro y Sao Paulo viene de una mezcla muy heterogénea: movimientos de transportes que exigen que este servicio sea totalmente gratuito, sindicalistas, juventudes ligadas al PT (partido del Gobierno), hackers de Anonymous, grupos de extrema izquierda, rebeldes sin causa de clase media que ni usan el transporte público, anarquistas, entre otros grupos civiles, siempre alentados por el fenómeno de las redes sociales…”.
El listado de los agravios ahora incluye los gastos excesivos (a juicio de los indignados) que genera el mundial del fútbol, la violencia de la Policía y otros temas afines. Así, “al tiempo que la presidenta Dilma Rousseff destina $15.000 millones de dólares a gastos de los megaeventos, 44 millones de brasileños viven bajo la línea de la pobreza y 8,6 millones de brasileños viven en la pobreza extrema”. Otro tema prevaleciente entre quienes protestan es la corruptela visible en los sobreprecios que engrosan los costos de los preparativos del Mundial.
Curiosamente, la presidenta ha gozado de altos índices de aprobación en sus labores (75%). Sin embargo, es también evidente que existe un grueso sustrato de disconformidad cívica por vicios acumulados durante largos años y que, con el detonante de las protestas iniciales, explotó.
Si bien la Presidenta no parece ser blanco de las manifestaciones, la prolongación de los disturbios exige una búsqueda de soluciones. Para empezar, Rousseff canceló una gira a Japón y ha mantenido sesiones casi permanentes con el gabinete de seguridad. Las presiones son visibles incluso en caídas del mercado de valores. Hay que añadir a los problemas que gravitan sobre la gobernante los actuales eventos deportivos internacionales, ya convertidos en escenario de disturbios populares.
Salir de esta situación de inestabilidad no será fácil, y para ejemplo tomemos a Turquía, donde el gobernante devino en el blanco de la ira popular, lo cual ha prolongado la conmoción interna.
Los discursos públicos de Rousseff, ante audiencias seleccionadas de antemano, no parecen haber impresionado a los manifestantes. Otro agravante es que no hay líderes de los manifestantes con quienes elaborar algún plan de emergencia. Es, sin duda, doloroso ver a la presidenta enfrentada a una situación de esta índole. De no encontrar remedios con prontitud, Brasil se verá seriamente perjudicado.