Fue una desagradable sorpresa para la canciller alemana Ángela Merkel ver a su Democracia Cristiana (CDU) derrotada en comicios legislativos estatales por la agrupación derechista Alternativa para Alemania (AfD). El golpe fue mayor porque el resultado adverso se produjo en su distrito de Mecklenburg- Pomerania del Oeste.
Frente a un programa político que reafirma las conquistas de la canciller en el ámbito de la Unión Europea y acuerpa el ingreso de inmigrantes, cuyos números se componen cada vez más de sirios y norafricanos, la AfD aboga por una política de rechazo a las olas migratorias musulmanas y pregona mayor independencia de la Unión Europea.
Las recientes elecciones no afectan la mayoría firme de la CDU en el Parlamento nacional ni tampoco la prominencia europea y mundial de Merkel, pero diluyen en algún grado la imagen invencible de la canciller. De esta manera, los comicios en Mecklenburg- Pomerania del Oeste proyectan una sombra sobre las aspiraciones de Merkel de conseguir un cuarto mandato en las elecciones federales del año entrante.
También inquieta constatar en Alemania el fortalecimiento de las tendencias derechistas visibles en toda Europa. Hasta hace poco, los principales partidos de la Europa Continental lideraron un cómodo consenso sobre los méritos de la integración europea, que incluye fronteras abiertas, libre comercio y una moneda común. Ese consenso enfrenta hoy el desafío de ciudadanos insatisfechos con los resultados percibidos.
Muchos se quejan de la soberanía supuestamente cedida a Bruselas y al propio Berlín. El creciente descontento con las olas migratorias musulmanas también pone a la Unión en el papel de villano y los grupos de derecha la responsabilizan del descontrol de las fronteras.
La mezcla de esos elementos ha sido aprovechada por movimientos extremistas en Austria, donde el populista Partido de la Libertad estuvo a milímetros de designar al nuevo presidente; en Eslovaquia, donde una agrupación xenófoba, que aplaude la colaboración con los nazis en la Segunda Guerra Mundial, obtuvo sus primeros puestos en el Parlamento; en Polonia, donde un exroquero atrajo masas de simpatizantes con sus consignas antidemocráticas y en Hungría, donde el autoritarismo de Viktor Orban se hace cada vez más evidente.
La ola extremista también se manifiesta en Francia, con el Frente Nacional de Marine Le Pen y en Holanda, con el Partido de la Libertad del polémico Geert Wilders. En Alemania, las filas de la intolerancia vienen creciendo desde que el país sintió los primeros impactos de la crisis migratoria y ahora se manifiesta en el propio patio de la canciller.
Los sentimientos que impelen el rápido crecimiento del descontento incluyen la caracterización de Alemania como colonia gobernada por Estados Unidos y la pérdida de identidad pero, sobre todo, se nutren del rechazo a la inmigración, como en las naciones vecinas.
En esos países, donde partidos afines ya han conseguido números significativos en los parlamentos y hasta control del ejecutivo, las transformaciones no se han hecho esperar. En Austria está a punto de adoptarse un decreto de emergencia que frenaría la concesión de asilos. Polonia estudia una medida similar. Hungría ya cerró su frontera. En Gran Bretaña hay quienes exigen la erección de un muro de cuatro metros de altura y un kilómetro de largo frente al puerto francés de Calais para evitar el ingreso de los migrantes.
Cada día, la geografía europea se torna más hostil y aumentan los controles y frenos a los migrantes, que se trasladan a otras fronteras vecinas. El número de tales destinos se reduce apresuradamente. Queda un sabor amargo. En todas partes hay descendientes de quienes alguna vez necesitaron huir de la miseria, de guerras y dictaduras. También hay memoria histórica de las tragedias desatadas por el nacionalismo radical en épocas no muy lejanas y existe, por sobre todo, una crisis humanitaria actual y apremiante.