Costa Rica no está acostumbrada a pensar en la amenaza terrorista. Un puñado de atentados cometidos en los años ochenta, cuando el conflicto centroamericano aún no amainaba, constituyen una distante memoria. Buena parte de la población adulta de nuestros días ni siquiera había nacido cuando los titulares de los periódicos hablaban de la célula conocida como La Familia, el ataque contra un vehículo de la embajada estadounidense o la bomba que estalló en un estacionamiento de San José para matar a un líder contrario a los sandinistas.
Pero nuevas organizaciones terroristas, con distintos objetivos y motivaciones, diseminan el odio por el mundo y no tienen por qué excluir, a priori, a una nación como la nuestra. Estamos en peligro de ser utilizados como ruta de tránsito hacia los Estados Unidos, blanco de los grupos radicales del Medio Oriente, pero no podemos descartar la existencia de objetivos locales, como lo demuestran atentados en otras regiones de América Latina. Existe, también, la posibilidad de víctimas costarricenses incidentales, por ejemplo, en el ataque contra un avión destinado a un aeropuerto en el norte del continente.
Sin pecar de alarmistas, vale la pena recordar la necesidad de tomar precauciones e intensificar la cooperación con países amigos para mantener la seguridad del nuestro y contribuir tanto como nos sea posible a fortalecer la de ellos. En el 2016, Costa Rica ratificó la Convención Interamericana contra el Terrorismo de la Organización de Estados Americanos (OEA). En esa oportunidad, el embajador costarricense ante ese organismo, Javier Sancho, afirmó que “nuestro país se suma a todos los instrumentos vigentes para luchar contra el flagelo del terrorismo, tanto en el plano hemisférico como en el mundial”.
Ese ánimo de cooperación rindió frutos a mediados del mes pasado cuando huellas digitales tomadas por los funcionarios de Migración y Extranjería en la frontera con Panamá fueron enviadas a cuerpos de seguridad estadounidenses para ser comparadas con registros que encendieron alarmas sobre la presencia en Costa Rica de Mohamed Ibrahim Qoordheen, de 25 años, un somalí sospechoso de militar en las filas del terrorismo.
El hombre fue detenido y puesto a disposición de expertos estadounidenses para ser interrogado. El Ministerio de Seguridad Pública recibió la alerta del Servicio de Inmigración y Control de Aduanas de Estados Unidos (ICE, por sus siglas en inglés) y de inmediato procedió a la captura.
El incidente, así como el caso de la mujer siria detenida el 19 de noviembre por ingresar al país con un pasaporte robado en Grecia, son indicadores de la necesidad de redoblar precauciones. En el caso de la mujer no se establecieron vínculos con grupos criminales. Bien podría ser uno de tantos migrantes sirios, desesperados por la guerra en su país. Se le investiga por uso de documento falso y falsedad ideológica porque en el formulario que llenó en el aeropuerto Juan Santamaría dijo que iba a estar en un hotel y se hospedó en otro lugar. Aunque a fin de cuentas se trate tan solo de una persona vulnerable y merecedora de asilo, como dicen sus abogados, el ilícito ingreso al país pone en evidencia la necesidad de mantener los controles migratorios en óptimo estado.
En Costa Rica es difícil imaginar un atentado terrorista. Es menos inimaginable el uso de nuestro territorio para atacar a países amigos y, en cualquier caso, nadie habría creído posible el ingreso a nuestra pequeña nación centroamericana de cientos de africanos interesados en llegar a tierras estadounidenses. Pero ahí están los inmigrantes, procedentes de países donde anidan feroces fuerzas del terrorismo. Merecen un trato comprensivo y humanitario. Entre ellos hay muchas más víctimas que victimarios, pero un delincuente que se haga pasar por migrante legítimo puede hacer daño. Es preciso mantener una actitud de alerta.