El panorama político de Washington se vio dominado por manifestaciones de crisis la semana pasada, cuando corrieron noticias sobre conversaciones telefónicas del asesor de seguridad nacional del presidente Donald Trump, Michael Flynn, con el embajador ruso.
Los intercambios conocidos se produjeron a partir del 29 de diciembre, antes de la inauguración presidencial de Trump, el 22 de enero. Flynn habló con el embajador sobre las sanciones recién impuestas a Moscú por el presidente Barack Obama, como represalia por las interferencias de Rusia en el proceso electoral estadounidense, las cuales favorecieron a Trump, según informes de inteligencia.
Aparte de la extraordinaria imprudencia de tocar semejante tema cuando la administración enfrenta cuestionamientos por el favor de Moscú durante los comicios, Flynn violó el principio de respetar al gobierno en funciones y pudo haber infringido una ley que impide a los ciudadanos interferir en asuntos diplomáticos.
Cuando el vicepresidente Mike Pence le consultó al respecto, Flynn negó haber conversado sobre las sanciones y Pence lo defendió públicamente. Sin embargo, el vicepresidente no tardó en saber la verdad gracias a los servicios de inteligencia que le venían siguiendo los pasos a Flynn y sus comunicaciones.
Trump también había recibido una advertencia del Departamento de Justicia sobre la vulnerabilidad de Flynn ante presiones rusas dada la inconsistencia entre la realidad y sus versiones de lo sucedido. La verdad está documentada en transcripciones de las llamadas intervenidas por los servicios de inteligencia.
Pronto, la opinión pública también supo lo ocurrido gracias a informaciones de prensa, comenzando por el Washington Post, primer medio en divulgarlas. A partir de ese momento, ya la administración no tuvo ruta de escape y Trump pidió a Flynn la renuncia.
La caída de Flynn desde uno de los más altos e importantes cargos del gobierno estadounidense coincidió con revelaciones de contactos entre funcionarios de la campaña de Trump y otros allegados del entonces candidato con miembros de los servicios de inteligencia rusa.
Las inevitables comparaciones con el caso Watergate no se hicieron esperar, aunque parecen prematuras. Sin embargo, la administración no podrá evitar una serie de audiencias e investigaciones del Senado y de la Cámara de Representantes. Esa distracción está lejos de contribuir a dominar, en el futuro inmediato, el desorden y los sobresaltos del primer mes de gobierno.
La prensa ya dio a conocer el ímpetu investigativo de varios legisladores, incluidas prominentes figuras del Partido Republicano, aunque el grueso de esa agrupación no se ha alejado del mandatario y podría resguardarlo de las consecuencias de un esfuerzo investigativo mayor.
Pero los riesgos son grandes y si la administración pierde apoyo de su base, los congresistas y senadores, especialmente los sometidos a procesos de reelección dentro de dos años, podrían abandonar el barco y preferir el protagonismo ofrecido a los investigadores legislativos por los medios de comunicación.
Las preguntas formuladas para justificar las indagaciones recuerdan las interrogantes de inicios de la década de los 70. ¿Cuánto sabía el presidente y cuándo lo supo? Ojalá esas d udas sean despejadas con el menor trauma posible para evitarle a la gran potencia un periodo de inestabilidad en medio de los graves peligros que asoman en el escenario mundial. Ante todo, ojalá las instituciones estadounidenses y los políticos que las conducen encuentren medios para preservar ilesa la democracia y sus valores fundamentales.