Venezuela abandona el Sistema Interamericano de Protección de los Derechos Humanos porque, en su criterio, la Corte y la Comisión “siguen órdenes” del “imperio” y persiguen a los “Gobiernos progresistas”. “Progresista”, según la definición del chavismo, es un Gobierno que se perpetúa en el poder mediante consultas populares no siempre impolutas en cuanto a los mecanismos electorales básicos y nunca exentas de la práctica abusiva del clientelismo y la censura.
La “progresividad” del régimen venezolano es incompatible con la Convención Americana sobre Derechos Humanos, y de ahí derivan las frecuentes condenas impuestas por la Corte Interamericana y, lo más irritante para los gobernantes, las constantes menciones hechas por la Comisión Interamericana sobre el Estado venezolano como violador de los derechos humanos, en particular, de las libertades de expresión y prensa.
El retiro del Sistema Interamericano se comenzó a gestar hace años, cuando el Tribunal Supremo de Justicia, alineado a los intereses del Poder Ejecutivo, se arrogó la facultad de pasar las sentencias de la Corte Interamericana por una especie de control de constitucionalidad interno. El Estado se exime de acatar la sentencia en caso de supuesta disconformidad entre la resolución examinada y la Constitución Bolivariana, según la interpreta el propio Tribunal.
De conformidad con la sentencia, acatar el fallo de la Corte Interamericana –desde luego desfavorable a los intereses del entonces presidente Hugo Chávez– “afectaría principios y valores esenciales del orden constitucional de la República” y “podría conllevar un caos institucional”. Según los magistrados, la Corte Interamericana usurpó funciones del Estado venezolano y, sin ruborizarse por la clara inspiración política de su sentencia, escribieron: “La decisión… está en contradicción con el proyecto político inserto en la Constitución venezolana de 1999”. Asumiendo una postura militante pocas veces vista, los altos jueces exhortaron al Gobierno a denunciar los convenios de aceptación de la jurisdicción de la Corte Interamericana.
Así entendido, el derecho internacional es un imposible, sobre todo en los lugares donde sus efectos benéficos son más necesarios. Los regímenes autoritarios y totalitarios de todo signo son incapaces de tolerar un poder judicial independiente. Resulta tan molesto como una prensa con la misma característica. En esos casos, el examen interno de las sentencias internacionales rara vez resultará desfavorable al gobernante.
En los países democráticos, por el contrario, el compromiso con los derechos humanos es tal que la aceptación bona fide del Sistema Interamericano se hace sin reservas. Ejemplos resplandecientes son Chile y Costa Rica. En el caso de “La última tentación de Cristo”, Chile acató la sentencia dictada contra la práctica de la censura previa y reformó su Constitución Política para adecuarla a la Convención Americana.
En Costa Rica, la Sala IV estableció, con toda claridad, el valor normativo del derecho internacional relacionado con los derechos humanos, estimándolo un elemento integrante del derecho de la Constitución nacional. Las normas internacionales en esta materia tienen en Costa Rica “(…) no solo el rango superior a la ley ordinaria que les confiere el artículo 7 de la Constitución, sino también un amparo constitucional directo que prácticamente los equipara a los consagrados expresamente por la propia Carta Fundamental, al tenor del artículo 48 de la misma”.
En palabras de la Sala: “(…) todos los instrumentos internacionales sobre derechos humanos han sido elevados a rango constitucional y, por consiguiente, estos deben ser incorporados en la interpretación de la Constitución (…)” (sentencia N.° 2002-10693). Y “(…) los instrumentos de Derechos Humanos vigentes en Costa Rica tienen no solamente un valor similar a la Constitución Política, sino que, en la medida en que otorguen mayores derechos o garantías a las personas, priman por sobre la Constitución” (sentencia N.° 3435-92 y su aclaración, N.° 5759-93).
El contraste con el obsecuente Tribunal venezolano no puede ser mayor. El Gobierno chavista puede, más bien, alegar que su renuncia al Sistema es respuesta obediente a la exhortación de su Tribunal constitucional. En realidad, a los gobernantes venezolanos no les bastaba la creación de una salida de emergencia para las condenas de la Corte Interamericana. Necesitaban alejarse lo suficiente para evitar siquiera la crítica de los organismos del Sistema.
Lo sucedido no es buen augurio para el respeto a los derechos humanos en ese país y la comunidad internacional debe permanecer más vigilante que nunca.