El turismo, actividad de capital importancia para el país, enfrenta cada vez mayor competencia de naciones vecinas. La creciente oferta de servicios, acervos culturales y bellezas naturales puestas a disposición del visitante por nuestros competidores exige atención de autoridades y empresarios del sector.
Cuando se habla del tema, las debilidades más discutidas son las relacionadas con las obras de infraestructura y los precios. Mucho se puede hacer para apoyar al sector turístico en esos aspectos, pero sorprende la falta de atención a problemas más básicos, cuya discusión debería estar totalmente superada.
Uno de ellos es la recepción preparada para el turista en el aeropuerto Juan Santamaría. Las interminables filas ante las ventanillas de Migración son apenas el comienzo. En el interior de la terminal, oficinas de venta de divisas no advierten al turista el tipo de cambio vigente y se le compran los dólares por mucho menos que lo ofrecido en casi cualquier otro lugar. El visitante, sin el conocimiento necesario y convencido de necesitar moneda local para sus primeras horas en el país, aceptará, pero en muy poco tiempo descubrirá la diferencia y difícilmente dejará de sentir enojo. Es un mal comienzo para las vacaciones.
Después de la aduana, a la salida del aeropuerto, el turista se verá inmerso en un mar de gente. Le ofrecerán alquilar un teléfono, taxis autorizados o clandestinos, servicios de maletero y hasta prostitutas. En el tumulto no faltará quien aproveche un descuido para sustraer un bien. También habrá personas que piden ayuda con rótulos escritos en inglés y vendedores de lotería.
La primera experiencia del visitante al aire libre le dará la impresión de un caos, muy distante de la imagen de bucólica serenidad promovida en el extranjero. Para evitar ese trauma, en abril del 2001 se creó la zona de protección y seguridad del aeropuerto, pero no se respeta. Más de un centenar de “gavilanes” acechan al turista en la puerta de entrada al país, a vista y paciencia de autoridades, operadores de servicios legítimos y viajeros.
En algunos casos, la oferta de servicios la hacen personas vestidas con falsos uniformes, diseñados para transmitir confianza a los turistas y convencerlos de abordar un taxi o contratar servicios de maletero. El uniforme se complementa con carnés igualmente falsificados.
Tan grave es el problema que Edwin Retana, fiscal adjunto de Alajuela, habla de un plan para “recuperar” la zona. El funcionario teme que inmersas en el tumulto haya personas vinculadas con estructuras delictivas, pero no lo afirma porque la investigación está en proceso. La iniciativa del fiscal es loable, pero no impide lamentar que el área de protección esté perdida desde hace ya bastante tiempo.
Rafael Mencía, director ejecutivo de la empresa administradora del aeropuerto, celebra la decisión de las autoridades para combatir la “mala imagen” y el “acoso” del cual son víctimas los visitantes. Según Mencía, la insistencia de los “gavilanes” llega hasta el punto de la “agresividad”.
La Fiscalía planea aplicar la ley a quienes operen sin permiso en la zona. El decreto ejecutivo que creó el área de protección prohíbe toda actividad no autorizada en las vías de acceso al aeropuerto y en zonas aledañas; sin embargo, de nada sirve en la actualidad, si alguna vez sirvió.
Costa Rica ha conseguido prestigio internacional como destino turístico, pero no puede dormirse en los laureles. Es preciso discutir la forma de mantener y acrecentar nuestra competitividad. El desarrollo de infraestructura, el mejoramiento de la oferta y los precios deben ser el centro de la discusión. Problemas como los descritos deberían estar solucionados, por básicos y fáciles de enfrentar.