El martes 22 de este mes, tres días después de que las autoridades belgas capturaran en su capital, Bruselas, a Salah Abdeslam, pieza clave de los atentados terroristas cometidos en París el 13 de noviembre del pasado año, y que cobraron 130 víctimas, la ciudad sufrió una mortífera arremetida de violencia. Con precisa coordinación, dos bombas fueron detonadas en su aeropuerto internacional y, aproximadamente una hora después, otra sacudió una estación de metro cercana al complejo de edificios de la Unión Europea. Sus ejecutores: tres suicidas, que murieron en los respectivos actos de terror. Su saldo: otros 35 muertos y 340 heridos. Sus responsables: miembros de la misma red del Estado Islámico (EI) que había actuado contra Francia cuatro meses atrás.
El domingo 27, una multitud de cristianos que celebraba la Pascua de Resurrección en uno de los principales parques de Lahore, Pakistán, fue víctima de otro atacante suicida. La carga que detonó fue de tal magnitud, que asesinó al menos a 72 personas, una gran cantidad de ellas niños; más de 300 resultaron heridas. La responsabilidad fue asumida por una facción de los talibanes que ya ha ejecutado otros mortíferos ataques terroristas.
El viernes previo, un triple atentado suicida, conducido por militantes del EI, produjo 25 muertos y decenas de heridos en la ciudad de Adén, al sur de Yemen. Ese mismo día, un terrorista suicida, vinculado a otra rama de la misma organización, eliminó al menos a 30 personas e hirió a más del doble tras un partido de futbol en una localidad de Irak.
El domingo 13, un comando de Al Qaeda en el Magreb Islámico reclamó la responsabilidad por un ataque contra el enclave turístico de Grand-Bassam, en Costa de Marfil, al oeste de África, con un saldo de 14 civiles, 6 atacantes y 2 soldados muertos, además de múltiples heridos. Y también Turquía ha sido víctima de atentados terroristas recientes, entre ellos, un coche bomba detonado ese mismo domingo en Ankara por el grupo militante curdo TAK, con casi 40 muertos y más de 100 heridos como saldo, y otro de un suicida del EI, en Estambul, el sábado 19, que mató a cuatro turistas.
Esta relación, centrada únicamente en marzo y que deja por fuera algunos otros hechos ocurridos durante el mes, revela con crudeza la extensión y profundidad del fenómeno terrorista en el mundo y su clara vinculación con un móvil central que resulta particularmente difícil neutralizar: el exacerbamiento e instrumentalización del fanatismo religioso como herramienta en la lucha por el poder, con absoluto menosprecio por la vida humana, tanto de las víctimas como de los atacantes.
En el caso de Bruselas, quedó de manifiesto la sofisticación organizativa y la capacidad logística del Estado Islámico para construir metódicamente, durante meses, una red capaz de actuar coordinadamente para atacar en el corazón de Europa. También fueron puestas en evidencia las debilidades de los servicios de inteligencia belgas y las torpezas de su Policía, y nuevamente salió a la luz cómo centenares de jóvenes musulmanes en Bélgica y Francia –migrantes la minoría, oriundos de ambos países la mayoría– alimentan de manera regular las filas del terrorismo islamista. La “lógica” de estos ataques, si es que se le puede llamar así, fue, simplemente, penalizar un modo de vida distinto, infundir miedo, ganar nuevos posibles reclutas y generar una reacción que segregue aún más a la población musulmana en las grandes ciudades europeas y, por tanto, la haga más permeable a la intransigencia y al reclutamiento.
El atentado de Lahore, con filiación distinta y planeamiento más primitivo, pero métodos casi idénticos, revela tanta o más perversión: asesinar a inocentes porque, simplemente, profesan otra religión. Y similares cuotas de intransigencia, perversidad y desdén por la vida están tras los demás casos citados, muchos más que se han producido antes, y otros que, inevitablemente, vendrán. El terrorismo se ha globalizado, y particularmente el Estado Islámico, con su control de territorio en partes de Siria e Irak y su espejismo de un “califato”, se ha convertido en una fuerza temible para alimentarlo.
Combatir un flagelo con tantas facetas, tal capacidad de descentralización y coordinación, tal falta de límites en su crueldad, y que convierte el asesinato y la pérdida de la propia vida en un acto de redención religiosa, es sumamente difícil. Sin duda, la clave más relevante es la reducción de los conflictos que, sea en Afganistán y Pakistán, en Siria e Irak, en Yemen y Libia, destruyen los tejidos institucionales y sociales, alimentan la intransigencia y el extremismo e instrumentalizan el fanatismo religioso. Igualmente importante es que los líderes responsables del islam trabajen de manera más activa y coordinada para combatir, doctrinariamente, a las corrientes fundamentalistas.
Lo anterior, sin embargo, tomará mucho tiempo. Entre tanto, resulta indispensable que los países más afectados o amenazados, y con mayor capacidad organizativa, mejoren los sistemas de inteligencia, coordinación, control y represión, en el marco del Estado de derecho, para desarticular las células e impedir, antes de que se produzcan, la mayor cantidad de actos que sea posible. Entre tanto, es necesario redoblar esfuerzos, sobre todo en Europa, para integrar de mejor forma a las poblaciones musulmanas a menudo segregadas, mejorar sus oportunidades de educación y empleo. Por desgracia, el mensaje de intransigencia también ha calado en muchos sectores políticos occidentales, y su efecto es alimentar el problema.
Las perspectivas a corto plazo no son buenas, pero no se puede cejar en una lucha múltiple contra el terrorismo, con perseverancia, inteligencia y determinación.