La ofensiva contra el nuevo modelo tarifario aplicable al transporte público no amaina. En las altas esferas del poder, especialmente en la Asamblea legislativa, los cuestionamientos se suceden en el marco de seminarios con participación de legisladores e inusuales llamados a reconsiderar las rebajas, inevitables cuando se aplique el nuevo sistema. Ya hay una importante empresa cuyas tarifas caerán un 23%.
La defensa de los intereses del usuario ha sido, tradicionalmente, menos animada. Por décadas, el transporte público ha sido fuente de los datos de demanda del servicio utilizados para fijar las tarifas, por años los empresarios se rehusaron a adoptar normas de calidad y ya van tres lustros desde la enunciación del propósito de sectorizar el servicio para hacerlo más eficiente.
Los años pasaron y nunca se había visto el interés ahora demostrado en el Congreso por los problemas del sector. Con paciencia y poco aspaviento, los transportistas han conseguido, una y otra vez, derrotar las iniciativas encaminadas a mejorar el servicio en provecho de los usuarios. Ahora, la adopción del nuevo modelo –luego de infinidad de obstáculos de todo tipo, incluidas varias acciones judiciales– podría exigir ajustes de tarifas contrarios a su interés económico y, de pronto, arde Troya.
Pero ninguna de las gestiones vistas hasta el momento invoca la defensa del bolsillo empresarial. Cuando una delegación, con todo y representante legislativo, acudió a la Autoridad Reguladora de los Servicios Públicos (Aresep) para cuestionar el nuevo modelo, sus integrantes dijeron estar preocupados por el desempleo. Más reciente es la carta suscrita por 16 legisladores para pedir una reconsideración del modelo, esta vez con el interés de los usuarios en mente. La reducción de tarifas, temen los legisladores, podría causar una pérdida en la calidad del servicio. No parece haber preocupación por los autobuseros, cuyas cámaras están detrás de tanta inquietud.
Los diputados no lo piensan antes de incursionar en el ámbito técnico de la Aresep y cuestionan, también, el estudio de demanda ejecutado por el Programa de Investigación en Desarrollo Humano Sostenible (Produs) de la Universidad de Costa Rica. La misma preocupación no afloró durante los largos años en que las tarifas se fijaron con base en los datos de demanda proveídos por las propias empresas.
Los autobuseros nunca objetaron ese sistema y los usuarios no están organizados para hacerlo, pero los expertos de la UCR hallaron significativas inconsistencias en los datos de seis de las ocho empresas estudiadas. En un caso, la diferencia entre los reportes de la compañía y el estudio de Produs es del 12%, es decir, casi 135.000 pasajeros, y esa no es la desviación más grande.
Un número menor de pasajeros encarece las tarifas y si los empresarios hacen menos carreras de las autorizadas o reportan más de las hechas, sus costos disminuyen y crecen sus ganancias. Por eso, la precisión de los datos de demanda es indispensable para fijar tarifas. Pero el cálculo basado en datos de los empresarios nunca causó en el Congreso la inquietud demostrada frente a los resultados de la Universidad de Costa Rica.
Más sorprendente todavía fue el reclutamiento forzoso de la Defensoría de los Habitantes para la causa contra el nuevo modelo tarifario. La carta de los legisladores fue escrita, según los firmantes, para atender la preocupación expresada por la defensora Monserrat Solano sobre la posible afectación de la calidad del servicio si las tarifas disminuyen. La funcionaria no tardó en negar, rotundamente, las afirmaciones que se le quisieron atribuir.