El Sistema Nacional de Contralorías de Servicios (SNCS) tiene más funciones que herramientas para cumplirlas, dice un reportaje publicado por este diario el 24 de julio. La definición es lapidaria y retrata la ineficacia de un mecanismo creado en 1993 con la promesa de brindar respuesta a los ciudadanos frustrados por los desencuentros con la burocracia, tan comunes que casi ningún costarricense ha dejado de experimentarlos.
Solo 94 de las 230 instituciones donde debería operar una contraloría de servicios ofrecen a los usuarios la posibilidad de plantear sus quejas en una ventanilla especializada. Allí donde existen, funcionan sin la supervisión encargada por ley al SNCS, adscrito al Ministerio de Planificación, pero carente de los medios necesarios para revisar la labor de las contralorías.
En consecuencia, el reportaje, de nuevo con claridad en las definiciones, acusa al Estado de padecer “sordera”. Esa discapacidad auditiva institucional tiene consecuencias. El Estado costarricense reparte derechos a diestra y siniestra, a menudo bajo impulso de motivaciones politiqueras entronizadas en el quehacer legislativo. Pocas veces los diputados se preocupan por fijar las fuentes de financiamiento de esos derechos y se quedan en el papel. El resultado son los reclamos y una creciente tensión entre el Estado y el ciudadano.
Las contralorías de servicios debieron ser un instrumento para aliviar esas tensiones y asegurar el cumplimiento allí donde es posible, ya que, lamentablemente, en demasiados casos no hay alternativa al incumplimiento. En otras palabras, el mecanismo debió ser útil para armonizar las relaciones entre los ciudadanos y las instituciones públicas. El Estado está urgido de semejante servicio.
Las contralorías existen para atender quejas, informes de maltrato al usuario y de mala calidad del servicio. Todas las instituciones dedicadas a la prestación de bienes y servicios están obligadas a crearlas y financiarlas. El SNCS está encargado de asegurar su funcionamiento. Nada de eso se cumple en la mayor parte de la administración pública y, en un amplio sector, se cumple a medias.
Los jerarcas de las instituciones donde hay contralorías, maquillan las cifras hasta el límite de la torpeza. Una entidad con millones de usuarios informa haber recibido solo 5.000 quejas, dice Adela Chaverri, directora del SNCS. En otros casos, las cifras son sospechosas porque cierran en números redondos, como 100 ó 500. El “maquillaje” de los resultados y hasta la supresión de los informes por orden del jerarca son parte de la experiencia de Chaverri al frente del sistema. Si el Estado no es sordo, o su sordera es parcial, pierde toda habilidad para escuchar poniéndose deliberadamente las manos sobre los oídos.
Chaverri cuestiona la dependencia directa del jerarca y plantea la posibilidad de un mecanismo con mayor autonomía. Además, es posible que el planteamiento del sistema haya sido demasiado ambicioso desde el inicio. No todas las entidades públicas que ofrecen bienes y servicios necesitan su propia contraloría. Las más pequeñas podrían ser reunidas en una sola ventanilla y solo las mayores, como la Caja Costarricense de Seguro Social, deberían abrir la propia.
La experiencia con el sistema es larga. Este año cumple su segunda década de existencia y los ajustes requeridos deben ser, a estas alturas, obvios para quienes se han dedicado a la difícil tarea encomendada por ley al SNCS, de nuevo sin prever los recursos necesarios. Lo importante es rescatar la idea, porque la insatisfacción ciudadana debe ser enfrentada en la fuente misma de la frustración, en beneficio del sistema democrático y de la traída y llevada gobernabilidad.