Las estadísticas demuestran el asalto a las arcas de la seguridad social perpetrado por miles de trabajadores, especialmente del sector público. Sin justificación alguna, hay instituciones en las que el promedio de días de permiso por enfermedad llega a ser el doble o el triple del registrado en la empresa privada.
Ninguna característica específica de las labores desplegadas podría comenzar siquiera a explicar el abismo estadístico. No hay diferencia entre las funciones y condiciones de empleo en la banca estatal y en la privada, pero los empleados de la primera se incapacitan con mayor frecuencia y por más tiempo. Incluso, hay diferencias significativas entre bancos estatales, sin que existan razones capaces de explicarlas.
Pero los bancos no son las instituciones más destacadas por el grado de abuso. La Corte Suprema de Justicia, donde las condiciones de trabajo son equiparables a las de los bancos, por lo menos para la mayor parte del personal, se vio obligada a aceptar la concesión de 20,4 permisos por empleado en el 2012, mientras el promedio del Banco Nacional se ubicó en 13,3.
El abuso también se confirma con “casualidades” como el exorbitante número de incapacidades concedidas el 14 de junio del 2010, día de la inauguración del Campeonato Mundial de Fútbol celebrado en Sudáfrica. Ese día, los “enfermos” se duplicaron en la Caja Costarricense de Seguro Social, donde la normalidad es de todas formas alarmante: 19,8 permisos por empleado en el 2012.
Las malas prácticas, ruinosas para la seguridad social, reciben estímulos de los sectores cuyo interés debería estar centrado en la salud financiera del régimen. El Estado, sus entidades autónomas, los encargados de dirigirlas y los sindicatos se han puesto de acuerdo, a lo largo de los años, para premiar el abuso.
La incorporación del pago del equivalente al 100% del salario como subsidio de incapacidad no es una ocurrencia extraña en las convenciones colectivas y otras negociaciones de privilegios en el sector público. En muchas de ellas, el estímulo llega al absurdo de entender el pago como salario, no subsidio, para luego incorporarlo al cálculo del aguinaldo y otros beneficios laborales.
La seguridad social llegó a pagar ¢54.000 millones por incapacidades en el 2010. La tardía aplicación de un dictamen de la Procuraduría General de la República que declara ilegal la práctica de tomar los subsidios como salarios hizo caer las incapacidades en un 40% en la Caja, pero la práctica sigue vigente en otras instituciones.
Medidas como esa y algunas reformas a los reglamentos aplicables redundan en una disminución de la sangría a ¢31.284 millones entre enero y setiembre de este año. El año pasado, el gasto cerró en ¢38.500 millones, ¢15.500 millones menos que en el 2010, pese a la inflación, el aumento de la población asegurada y el pago de subsidios equivalentes al 100% del salario. Una vez más, la estrecha relación entre el número de permisos concedidos, la adopción de controles y la erradicación de los peores estímulos al abuso confirman la existencia de un saqueo imposible de negar.
La mejora también ocurre pese a la constante búsqueda de medios para burlar las nuevas restricciones reglamentarias. En la Caja, de pronto, los empleados dejaron de incapacitarse por periodos prolongados y hay una epidemia de enfermedades necesitadas de poco reposo. Los permisos cuya duración no excede tres días se otorgan con menos requisitos y controles.
La defensa de la seguridad social, si es un propósito sincero, exige al Estado y los sindicatos repensar los perversos estímulos incorporados a las convenciones colectivas y otras negociaciones del sector público. Para ser coherentes, los sindicatos deben respaldar, también, las reformas reglamentarias impulsadas por la Caja y la adopción de otros medios de control.
La sangría de los fondos de la seguridad social es evidente, casi al punto de ser considerada, por muchos inescrupulosos, como un “beneficio” más del empleo público.