La Asamblea Legislativa aprobó en el 2001 una reforma al artículo 170 de la Constitución Política para transferir el 10% de los ingresos ordinarios a las municipalidades, que aplicarían los recursos a la ejecución de funciones hoy asignadas al Gobierno central.
Hasta ahora, el mandato es letra muerta y por muy buenas razones. La reforma fue precipitada, quizá bajo lo ilusión de los porcentajes. El 10% es un colón de cada diez, y visto con tan elemental perspectiva podría parecer una suma modesta, sobre todo si con ella las municipalidades asumen labores del Gobierno central. Sin embargo, en el contexto del presupuesto nacional, ese 10% representa más de la cuarta parte de todos los recursos a disposición del Poder Ejecutivo.
Todo el aparato del Gobierno central, salvo la educación, funciona con tan solo el 22% del presupuesto nacional. El 78% restante es intocable, porque está específicamente destinado a rubros como servicio de la deuda pública (33,8%), educación (27,7%), pensiones (9,9%), Poder Judicial (5,1%), Asamblea legislativa (0,8%) y Tribunal Supremo de Elecciones (0,6%).
Para el resto del aparato estatal, queda el 22,1%, por ahora, porque cualquier incremento de la deuda u otro de los rubros citados podría erosionar ese porcentaje. Cuando a esos recursos se les restan los salarios y gastos relacionados, el sobrante para inversión y otras erogaciones del Ejecutivo no llega al 6% del presupuesto.
Si los ingresos ordinarios rondan el 57% (el resto se financia con deuda) y se trasladan los fondos del mandato constitucional a las municipalidades, el Ejecutivo no tendría para esos gastos.
La reforma también se aprobó con la ilusión de que el gasto pasaría de manos, junto con los recursos y, a fin de cuentas, se mantendría igual. El razonamiento no se hizo en ese momento, pero la implicación es que el cierre de más de la cuarta parte del Gobierno central es posible porque las municipalidades asumirían las funciones desatendidas. Eso, desde luego, no es posible. Buena parte de las funciones del Ejecutivo son intransferibles como, por ejemplo, el manejo hacendario, las relaciones exteriores y hasta el Ministerio de Planificación que hoy aboga, con asombrosa ligereza, por cumplir el mandato constitucional.
Nada garantiza, por otra parte, la capacidad de cada una de las 81 municipalidades para cumplir a cabalidad las funciones transferibles y, en muchos casos, las desventajas ni siquiera dependerían de la buena o mala ejecución sino, simplemente, del desperdicio de economías de escala.
Es hora de admitir que en el 2001 se hizo una locura. Por eso nadie la ha puesto en práctica hasta el momento. La administración pasada lo intentó, pero la firme argumentación de la ministra de Planificación Laura Alfaro y sus colegas de Hacienda y Obras Públicas condujeron al rechazo legislativo con los votos del bloque de oposición encabezado en aquel momento por el partido que hoy gobierna.
En la actual administración, la sensatez no ha abandonado al Ministerio de Hacienda. Según el viceministro José Francisco Pacheco, el cumplimiento de la disposición constitucional “llevaría al país al umbral de una crisis fiscal. Aceleraría cualquier crisis. Si tuviéramos que cumplir, llevaríamos el déficit fiscal del 5,7% al 8,7%. Entraríamos en números rojos, en los valores de los países de Europa que explotaron en crisis”.
El funcionario se queda corto y quizá sus estimaciones sean muy conservadoras. Para comenzar, Costa Rica ya está sumida en una crisis fiscal y no se ubica en Europa, donde hay una zona del euro preocupada por deshacer los entuertos de los países en aprietos. Si se intenta dar vida a la enmienda del 2001, la reforma impositiva promovida por el Gobierno no alcanzaría siquiera para mantenernos igual, y empeorar implica una debacle.
El primer paso para el traslado gradual de fondos a las municipalidades es un proyecto dictaminado en abril para entregarles el 15% del impuesto a los combustibles con el fin de atender los caminos cantonales, pero la ministra de Planificación, Olga Marta Sánchez, insiste en el objetivo de cumplir a plenitud el mandato constitucional, aunque de manera “gradual”. Cuando se le pregunta cuáles programas serán recortados para que los recursos alcancen, responde que eso lo maneja el ministro de Hacienda. También acude a una generalización contradictoria en el título de su cargo: “Cuando se hace una priorización, hay elementos que quedan sin prioridad”, pero no dice cuáles y añade: “En el futuro veremos”. Así se planifica el cambio.
El peligro es hoy mayor que nunca. Las elecciones municipales están a la vuelta de la esquina y es inevitable que las fracciones legislativas consideren los posibles réditos políticos de la nueva ley. Hoy, como en el 2011, el Gobierno impulsa el proyecto, pero, a diferencia de entonces, cuenta con entusiastas seguidores en la principal bancada de oposición –la del Partido Liberación Nacional–, no hay una ministra de Planificación opuesta a la medida y solo queda la esperanza de que el Congreso escuche el llamado del Ministerio de Hacienda.