Nunca imaginamos que el Gobierno de la República diera marcha atrás en el arduo proceso de liberalización del arroz, como hizo el sábado de la semana antepasada, ni que trasladara la responsabilidad al próximo Gobierno. Es, sin duda, un desafortunado retroceso.
El decreto que pospuso por un año la liberalización para permitir la libre importación y reacomodar la producción arrocera, junto a su comercialización, perjudicará notablemente a los consumidores costarricenses, la mayoría de los cuales son de escasos recursos, y continuará incidiendo, como hasta ahora, en el costo de la canasta básica. Pero lo más grave es que hizo abortar toda una política económica novedosa y bien fundamentada para ceder, una vez más, a un enfoque ad hoc de tipo clientelista, imbuido de consideraciones políticas.
Para que los lectores y el país en general se percaten de la gravedad de la acción, es menester recapitular sobre todo el proceso, convertido hoy en una verdadera ordalía. La producción de arroz, junto a la de otros granos básicos, era parte del proteccionismo agrícola del siglo pasado. Se prohibía la importación de productos agrícolas y, cuando se permitía, se imponían elevados aranceles (hoy, del 35% sobre el valor CIF), con el objeto de evitar la competencia externa para que los productores nacionales emprendieran sin estorbos la actividad. Pero, para no perjudicar (desmedidamente) a los consumidores, se controlaba el precio de venta en los diversos canales comerciales. Ese mecanismo, sin embargo, nunca funcionó bien.
La realidad se impuso. Los productores nacionales casi nunca alcanzaron los estándares de eficiencia productiva de sus contrapartes en el exterior. Y, para poder cubrir costos –sobre todo, por parte de los productores pequeños, mucho menos eficientes que los grandes, capaces de alcanzar economías de escala–, exigían constantemente aumentos de precios, y los gobiernos de turno los complacían. El resultado fue estimular una producción sin ventajas comparativas, con gran sacrificio para los consumidores, sobre cuyas espaldas recaía la ineficiencia de la producción nacional. En términos financieros, era –y es– un impuesto sobre los pobres para subsidiar a los productores, algunos de los cuales poseen grandes recursos y acumulan pingües ganancias.
La situación se complicó porque Costa Rica, al igual que más de un centenar de naciones, es parte de la Organización Mundial del Comercio (OMC), que prohíbe otorgar subsidios a los productores de arroz en más de un cierto monto anual (es decir, permite una cierta protección, moderada y racional). Pero Costa Rica se ha servido con la cuchara grande. El máximo acordado para el subsidio al sector es de $15,94 millones anuales; sin embargo, para el 2013, se calcula en $75 millones. Desde luego, la violación del Convenio es motivo para una o varias denuncias que podrían generar sanciones contra exportaciones costarricenses a algunos países socios. Entonces, además de un impuesto a los consumidores, el subsidio al arroz se convertiría en un impuesto a los exportadores nacionales.
Un estudio del Instituto de Investigaciones en Ciencias Económicas de la Universidad de Costa Rica, utilizado por el Gobierno para emitir el primer decreto de liberalización, determinó que, en términos económicos y sociales, el proteccionismo a la producción de arroz beneficiaba a unos pocos en detrimento de la población nacional. En términos jurídicos, no había –ni hay– un verdadero interés público en la protección, incluyendo los subsidios e impuestos indirectamente involucrados. Bajo esta perspectiva, las acciones legales incoadas por la Asociación de Consumidores Libres están bien justificadas. Alguien tiene que defender a los costarricenses de los desvíos del poder y las presiones de los grupos de interés, sobre todo cuando se aprovechan de las debilidades gubernamentales en medio de una campaña electoral.
En este sentido, las respuestas dadas por las ministras de Economía, Industria y Comercio (MEIC), Mayi Antillón, y de Agricultura y Ganadería (MAG), Gloria Abraham, son del todo inaceptables. Dijeron que posponían por un año la liberalización y libre importación del arroz, pero no aportaron ninguna justificación real. La esgrimida por los productores, avalada por ellas, de que necesitan más tiempo para aportar información y justificar la imposición de una cláusula de salvaguarda para evitar supuestos daños al agricultor por la competencia, no es de recibo, pues ignora el daño a los consumidores, que es mucho mayor, y que tendrán que pagar muy caro por consumir arroz.
De lo que se trata, precisamente, es de cambiar la estructura productiva, tan costosa para los consumidores. Una cláusula de salvaguardia vendría a perpetuar una mala política económica y social, y no debería invocarse. Así lo exige el verdadero interés público.